Destacándose del día claro, lleno de sol de la superficie, las profundidades marinas se veían oscuras, con algunos rayos de sol traspasando a medias aquella penumbra. En realidad, a tan solo cinco o seis metros bajo la superficie todavía se podía apreciar la tenue luz que se filtraba del exterior, pero más allá la oscuridad era completa.
Los bancos de peces y demás animales que formaban el arrecife, nadaban por entre las plantas y corales, iluminados por esa claridad en busca de alimento, pero era más abajo, en la profundidad de los abismos, donde se encontraban los castillos de piedra y coral donde moraban los seres del mar. Éstos evitaban la oscuridad completa, iluminando sus habitáculos con piedras fosforescentes y además, en ese lugar casi todos los seres que había poseían luz natural en sus cuerpos o antenas. Allí, a más de doscientos metros de profundidad los seres eran complejos; medusas de todos los tamaños y formas y seres unicelulares o invertebrados, casi todos luminiscentes.
Por lo contrario, cerca de la superficie el mundo marino era muy variado, infinidad de especies de peces, moluscos y crustáceos y por eso, aunque a los tritones y sirenas les gustaba dormir en sus guaridas, durante el día preferían subir hacia la luz del exterior para, de este modo, conseguir el ansiado alimento que requerían y disfrutar del agua templada que como mamíferos necesitaban para sobrevivir.
Y era justo a un nivel intermedio, lejos de la línea que separaba el reino marino del aéreo que, rodeada por un bosque de plantas acuáticas rojiverdes, se encontraba una sirena. Ésta nadaba sin prisas, dejándose mecer por la suave corriente cálida y yendo de vez en cuando hacia un grupo de rocas en busca de moluscos que extraía con ayuda de un cuchillo de hueso.
En aquel momento estaba sola, bueno, sola no, la acompañaba su bebe de pocas semanas unido a ella por una hoja de proporciones gigantescas que le servía de capazo. La niñita así sujeta, tomaba la tibia leche de su madre con los ojillos todavía cerrados.
La madre estaba atareada nadando de aquí para allá recogiendo los alimentos que más le agradaban. Mientras hacía esto con la misma tranquilidad que una mujer cuando va con el carrito al mercado y va recogiendo cuidadosamente los alimentos de las estanterías, se le acercó una figura blanca. Ella se giró y al reconocerla alargó su mano para acariciarla; se trataba de un delfín que al vivir por las inmediaciones había trabado una muy buena amistad con ella y su familia.
Mientras se paraba y comía los moluscos que había recogido, el simpático animal le rozó con el hocico suavemente en el costado, mientras observaba curioso a su bebe. La sirena sonrió, se sentía muy feliz y recordó como aquel joven centauro la ayudó a regresar al mar; sin su ayuda su hija no existiría. Sin duda le debía mucho.
Recordó la dolorosa angustia, aquella larga espera en las rocas, la impotencia que sintió al comprobar que había bajado de golpe la marea y que ya no se sentía con fuerzas para arrastrarse hacia la orilla que tenía a tan solo unos metros. Se asustó mucho entonces y cuando los dolores del parto comenzaban, por fortuna apareció él, con aquel enorme cuerpo de largas extremidades. Pero aunque al principio sintió mucho miedo, descubrió que era pacifico, porque rápidamente se decidió a salvarla.
Su bebé acabó de mamar y trató de abrir los ojos, ¡era tan pequeña todavía...! ni siquiera podía salir a la superficie porque sus pulmones no estaban del todo desarrollados. Se prometió a sí misma que en cuanto la pequeña pudiera salir de aquí a un par o tres de meses, iría a la playa y trataría de encontrar a su salvador. Sabía que aquello sería prácticamente imposible, había sido una casualidad que aquel joven, casi un niño, hubiera llegado hasta la playa, pero saldría todos los días y tal vez algún día afortunado pudiese encontrarlo por allí.
El delfín emitió unos chirridos al ver que no le hacían caso y la sirena le dio unas palmadas en el morro. Éste hizo unas cabriolas frente a ella con entusiasmo. Entonces vinieron dos figuras más, una tan grande como su amigo, pero la otra iba pegada y era muy pequeña. Entonces adivinó su alegría y lo felicitó:
- Enhorabuena, ya eres padre.
La cría no dejaba que la tocase, nadando ya con suma facilidad, pero sin querer separarse del lomo de su madre. Parecía una familia tan feliz...
Editado: 14.10.2024