La jefa

4. Mural de París

 

 

 

4.   Mural de Paris

 

A pesar de que hace rato Aguilera dejó la vicepresidencia, cada que Rodwell termina de dar las palabras de bienvenida, la mesa de ejecutivos se vuelve hacia mí como aún esperase que diga la «frase de la semana», costumbre que siempre odié y, en consecuencia, deseché.

Uno por uno, los ejecutivos reportan a la mesa sus avances de la semana y yo misma asigno los lugares en la tabla de posiciones.

Entre los cambios que hice como vicepresidenta, destaca el hecho de que el ejecutivo o ejecutiva que reiteradamente sea el último lugar, será cambiado. Y funciona. Desde entonces hubo una mejora considerable en los reportes.

Al terminar, Rodwell les pide que aún no se marchen porque tiene un anuncio. Siento un tirón en los músculos de mi cuello al anticipar qué.

—Damas y caballeros, tal como tuvo lugar hace dos años, es para mí un placer anunciar una nueva competencia por el puesto de vicepresidente.

Enseguida caras interrogantes se vuelven hacia mí.

—No, Ivanna no se va a retirar —aclara Rodwell y pienso: «Aún»—. El que se irá a descansar soy yo. —De nuevo una sorpresa general—. Tengo casi setenta años, mis estimados. Quiero viajar por el mundo, no deteriorar más mi salud, y, en términos generales, descansar después de cincuenta años de trabajo ininterrumpidos. Yo, en equipo con Basil Rojo, padre de nuestra vicepresidenta, levanté esta empresa y, por tanto, estoy seguro de que se quedará en buenas manos.

No miro a Rodwell cuando dice eso, con la vista clavada en mi laptop, sigo ocupada organizando la tabla de posiciones; pero indudablemente escucho cuando el revuelo comienza. En particular, los pasos acelerados de una empleada de cafetería, que, pese a no haber terminado aún de recoger tazas, cucharas y vasos, abandona la sala veloz.

En mi mente hago una cuenta regresiva.

Y sí, afuera, en el quinto piso, ahora también hay conmoción y dentro de poco en todo el edificio.

Para ellos, el descanso del fin de semana se acaba de ir al caño.

«Ivanna Rojo, presidenta de Doble R», dirán con derrota.

«Sigilosa al pasar

Sigilosa al pasar

Esa loba es especial

Mírala caminar, caminar», canto en mi mente.

Y disfruto en silencio de la reacción general, aquí, afuera y dónde sea, y del gratificante sentimiento de orgullo que me genera.

—La nueva competencia por el puesto de vicepresidente te debe traer buenos recuerdos —comenta Lobo, interrumpiendo mis pensamientos con su estupidez.

Y añadamos que no le sorprendió la noticia de que yo ocuparé la presidencia.

Ni siquiera disimuló.

—Ya que lo menciones —digo, arqueando una ceja y me dirijo mordaz a la mesa—: ¿Todos estamos de acuerdo en que debemos vigilar a Lobo para que no vuelva a hacer trampa durante la competencia? —pregunto y se muestran de acuerdo.

Rodwell ríe.

—Ahora también te trae buenos recuerdos —le digo a Lobo de manera personal y me sonríe cortante.

—Como ya lo saben quiénes lo vivieron hace dos años y hoy se lo hago saber a los nuevos, la competencia consiste en traer las mejores cuentas y mantenerse en primer lugar en la tabla de posiciones —les dice a todos Rodwell—. Quien dé los mejores resultados será el nuevo vicepresidente o vicepresidenta. Si hay dudas, me las hacen llegar por correo. Es todo —se despide y empezamos a abandonar la sala.

Ivanna presidenta de Doble R.

Los murmullos continúan llegando a mis oídos. Lo mismo un aullido de dolor que es lanzado afuera. Aunque eso me recuerda...

Me detengo en la puerta de la sala y tiro de mis labios, sonriendo.

—Espero que ya hayan comprado «La loba» —digo, girándome para hablarle otra vez a la mesa. La mayoría de los ejecutivos continúan en la sala.

—Desde luego, jefa —sonríen.

Por la expresión general en los rostros de todos confirmo que hasta el empleado más irrelevante ya sabe de la novela de Luca.

—También díganle al menos a seis de sus conocidos que la compren.

—¿E-es una orden? —pregunta uno.

—¿A ti qué te parece, Redondo —no dejo de sonreír—: una sugerencia o una orden?

Debido a los nervios, el tipo deja caer su agenda.

—Lo haré enseguida, jefa.

—Yo también, jefa.

—Y yo.

—Eso es —arrugo mi nariz denotando ternura—, porque entre más gente me odie en la ciudad o sus alrededores, mejor.

La empleada de cafetería que de nuevo está de regreso, del mismo modo escucha eso e igualmente se apresura a correr la voz.

—Tú también compra la novela, Lionel —le digo a Rodwell, quien, todavía sentado en su lugar, se limita a sonreír; lo que me confirma que, al igual que los demás, ya sabe de la novela.

Al fin y al cabo está casado con la madre de Luca, ¿no?

Salgo de la sala de juntas con decenas de miradas volviéndose a mi paso. Como siempre. Pero la diferencia ahora es que me temen.

¿Ivanna rojo, presidenta de Doble R?

Hoy más que nunca me temen.

Mucho más de lo que me odian u odiarán jamás.

Y hacen bien.

«Una loba en el armario

Tiene ganas de salir

Deja que se coma el barrio

Antes de irte a dormir»

 

...

 

Coloco la maleta con rodos a un lado del mostrador para poder firmar el libro de visitas. En la primera puerta también dejé mi nombre e identificación.

—Vengo a ver a Babette Pinaud —indico.

—Está en su habitación —dice la enfermera y alzo la cara con duda.

—¿No está en el jardín?

Excepto cuando llueve o el frío es insoportable, Babette siempre está en el jardín.




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