8. La loba
Las punzadas de dolor no me permiten sentarme derecha. Las había ignorado desde la mañana cuando me tomé un antiácido, pero cada vez son más agudas y constantes. Aun así, sin demostrar nada, asisto a otra reunión y también hago que me miren en el tercer piso y en Recursos Humanos. Aunque al regresar a mi oficina vomito en el baño, lavo mi boca y me apresuro a tragarme tres pastillas de Lansoprazol.
—¿Jefa? —Grisel, todavía a cargo de Sherlock como un favor especial para mí, entra a la oficina preocupada—. La-la vi demasiado pálida al entrar. —En su tono, usualmente suave, hay temor—. ¿Llamo a alguien?
—No. —Niego bruscamente con la cabeza—. No quiero que nadie me mire así.
De encontrarse en Doble R quien envió el correo, quiero impedir que me mire enferma. Sobre todo si es Rodwell, Lobo o Mago Perman.
Me apoyo en mi escritorio al no soportar pararme derecha. Me siento hinchada y tengo nauseas.
—Entonces la llevaré yo misma la clínica, jefa —propone Grisel, por fortuna tomando la decisión por las dos—. Como la otra vez.
Respiro con la boca debido al dolor, pero saco las gafas de sol de mi bolso y me las arreglo para caminar derecha al salir las tres de mi oficina: Grisel, Sherlock y yo.
—¿Vas de salida? —escucho que le pregunta otra secretaria a Grisel al verla ir por su bolso.
—Sí. Ivanna va a una reunión y necesita que mientras allí alguien cuide a la perrita.
Grisel sujeta con una mano a Sherlock y con la otra se apresura a coger su bolso.
—Ése no es tu trabajo —le masculla con indignación la secretaria a Grisel, creyendo que yo no la estoy escuchando.
—Ni el tuyo preguntarme qué hago —le contesta de vuelta Grisel y, levantando la cara, me alcanza para caminar las tres hacia el elevador.
Nadie más parece notar que algo va mal conmigo. Será por las gafas oscuras o porque, sea como sea, mi cara siempre se ve agria; pero llegamos al elevador sin cuchicheos fuera de lo normal.
—Apóyese en la cabina mientras bajamos —sugiere Grisel.
De nuevo niego con la cabeza:
—Hay cámaras.
Al llegar al estacionamiento de Doble R le entrego las llaves del Audi a Grisel para que ella maneje. Deja a Sherlock en el asiento trasero y espera a que yo me acomode en el del copiloto para prender el coche.
—Aquí dentro sí puedo quejarme todo lo que quiera —exclamo, inclinando hacia abajo el asiento.
No aguanto más.
—Conduciré rápido, jefa —dice a manera de consuelo Grisel y al salir a las calles cumple su promesa.
Saco de mi bolso mi teléfono, llamo a mi gastroenteróloga para decirle que voy en camino y después busco entre mis contactos a Marco Maldonado.
Dile a tu secretaria que si alguien de Doble R llama y pregunta, confirme que tengo cita contigo o que simplemente se niegue a dar información. Tú ya sabes qué hacer. Otra vez necesito cubrirme las espaldas por el proyecto que te platiqué la otra noche.
La respuesta de Marco es una mano con el dedo pulgar hacia arriba; un gesto afirmativo. No es la primera vez que me ayuda.
—Grisel —A ella también debo ponerla al tanto—. Si pidieran información en Doble R, di que mi reunión es con el presidente de Grupo M. Él ya está enterado.
El semblante de Grisel expresa duda.
—¿El empresario que llegó a Doble R con su novia? ¿La rubia que le preguntó si tiene pareja, usted le dijo que no e insistió en saber si recién hubo algo importante? —Empiezo a torcer mi boca en una mueca—. ¿Usted mencionó a Luca, ella quiso averiguar dónde lo conoció, entonces usted confesó que era su asistente y ella se echó a reír emocionada y pretendía que le contara ahí mismo toda la historia? —Grisel me mira de reojo—. ¿Ése empresario? ¿Ellos dos?
—Sí. —A pesar del dolor fuerzo una sonrisa—. Ellos dos. Y le interesó la historia porque los dos también empezaron como jefe y asistente... Aunque es claro que, a diferencia de nosotros, no lo echaron a perder.
Y aunque Grisel quiere hacer constar su pena, por fortuna llegamos al fin a la clínica.
No quiero compasión.
Sherlock me ladra desde la ventana al verme bajar del coche.
—Al menos tú tuviste la opción del pañal —le recrimino.
—Yo me encargo de ella, jefa —me promete Grisel una vez que dos enfermeros salen por mí para llevarme adentro sentada en una silla de ruedas.
La situación me incomoda, sin el dolor soy una persona perfectamente capaz de caminar en tacones de 9 centímetros o más, pero de momento sin duda necesito la silla y es mi culpa.
Y eso, en muchos sentidos, es una relevación para mí. Hablando de forma lírica, esto es una epifanía.
Me retuerzo del dolor en la silla al volver a reconocerlo. Mi culpa. Esto es mi culpa.
A pesar de mis quejas, me hacen todo tipo de exámenes y en adelante una enfermera pareciera divertirse inyectándome vía intravenosa cada cosa que encuentra; al tiempo que, cansada, me mantengo recostada sobre una camilla con el brazo adherido a un suero que gotea a 1 gotita por hora.
«Dos millones de dólares», pienso. Y al igual que en la oficina contengo las ganas de llorar porque debo esperar a mi doctora, aunque trato de acomodarme de mejor manera en la camilla a medida que el dolor se reduce.
Cuando llevo mi mano hacia el coso del suero para apresurar el goteo, una enfermera entra a tiempo a la habitación y me regaña como si, en lugar de a una mujer adulta, hubiera encontrado en medio de una travesura a una niña pequeña.
—Y tampoco toque el catéter porque costó mucho encontrarle una vena —me advierte.
—Me agujereó toda —le reprocho—. Hasta sospecho que es familiar de alguien en Doble R.
—No sé qué es Doble R, pero nadie aquí es mejor encontrando venas que yo —contesta, orgullosa.