¡Hola! Aquí está el capítulo de la semana, un día de retraso, pero ya sabéis que a veces tardo en corregir, jaja.
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✧──── Areth ────✧
El frío de la mañana me calaba hasta los huesos mientras avanzaba por las calles de Küpek. El cielo encapotado anunciaba la llegada de la primera nevada de la temporada y, aunque el viento arremolinaba las hojas secas a nuestro paso, no me molesté en ajustar mejor la capa. Había algo en el aire que me pesaba mucho más que el frío. Después de lo que le había contado a Evan la noche anterior, me sentía aliviada, como si me hubiera quitado un peso del pecho, pero al mismo tiempo me invadía el miedo. ¿Y si todo se venía abajo? ¿Y si con esto había puesto en peligro a todos?
A mi lado, Bagrast caminaba en silencio. Como siempre. Su presencia era mi mayor refugio, mi certeza más profunda. Nadie había estado conmigo tanto como él. Nadie me había protegido tanto, y aun así… no podía entender por qué siempre parecía tan lejano, tan inalcanzable. Le había mentido a todo el mundo, menos a él. Siempre había sido él quien me decía que debía contarlo, que debía confiar en mi hermano y en Killian. Y no le hice caso hasta ahora.
A cada paso, la gente del pueblo se acercaba para agradecerme, para ofrecerme algo de lo poco que tenían, para decirme que mis visitas les devolvían la esperanza. Ellos siempre me recibían así. No era por títulos ni por obligación. Era porque me conocían. Sabían que, cuando yo decía que haría algo por ellos, lo cumplía. Siempre había querido estar cerca de mi gente, ayudarles, y en esos momentos me recordaban que valía la pena. Ellos eran mi fuerza. Ellos eran mi porqué.
Mientras repartíamos mantas y víveres, no pude callármelo más. Tenía que preguntarlo, aunque me asustara la respuesta.
—Bagrast… ¿qué pasó en la tribu? ¿Viste a tu familia?
Lo vi tensarse, como si aquella pregunta fuera una herida abierta que prefería ignorar. Ni siquiera se dignó a mirarme, solo desvió la mirada un instante antes de seguir caminando. Pero no iba a soltar el tema.
—¿Qué pasó? ¿Por qué no te quedaste? —insistí, sin apartar los ojos de él, sin dejar que me esquivara.
Se detuvo y me miró con esa intensidad que siempre me dejaba sin aliento, con esa expresión que nunca sabía cómo interpretar.
—¿Acaso le habría gustado que me quedara allí, Alteza? ¿Habría preferido que no regresara con usted? ¿Habría preferido no volver a verme?
El mundo se me tambaleó. Sus palabras me golpearon de lleno y, por un instante, no supe ni respirar. ¿Cómo podía preguntarme eso? ¿Cómo podía siquiera imaginarlo? Pero no pude leer en su rostro si hablaba en serio o si me estaba castigando por haber preguntado. Era Bagrast. Siempre era él… y aun así, nunca terminaba de entender sus muros.
Me aclaré la garganta como pude y logré responder, aunque me costó sostenerle la mirada.
—Por supuesto que no quería eso —susurré—. Pero… lo habría entendido. Has estado lejos de casa demasiados años. Tu familia también te necesita.
Su respuesta fue tajante, rotunda, y me cortó la respiración:
—No. Todos tenemos un destino, y el mío es protegerla. Mi hogar está donde esté usted.
No pude moverme. Sentí cómo todo el peso que llevaba en el pecho caía de golpe, como si las piernas se me aflojaran. “Mi hogar está donde esté usted”. No podía pensar en nada más, no podía dejar de repetirlo en mi cabeza mientras seguía caminando a su lado, atrapada por completo en esas palabras que se me habían clavado en el alma.
—¿Cómo fue el reencuentro? —pregunté al fin, intentando serenarme—. ¿Cuántos años habían pasado desde que no los veías?
—Muchos —dijo, como si hablara de algo sin importancia cuando era todo lo contrario—. Tenía diez años. Fui a cazar con mi padre y otros hombres de la tribu. Nos atacaron brujos. Los salvajes no tenemos poderes, eso es solo una leyenda. No pudimos defendernos. Nos llevaron a Lutheris y me vendieron como esclavo. Pasé dos años allí hasta que logré escapar con otros salvajes. De todos ellos… solo yo sobreviví. Llegué a Fester, a Gada. Allí encontré trabajo en el castillo como sirviente y, años después, me asignaron a usted. Usted tenía ocho años cuando nos conocimos.
El nudo en la garganta me apretó hasta doler. Había sufrido tanto, había sobrevivido a tanto… y nunca me lo había contado. Yo, que lo había tenido siempre cerca, que lo había amado en silencio desde que era una niña, no había sabido lo que había detrás de sus silencios ni de sus ojos endurecidos.
Quise abrazarlo. Quise tanto abrazarlo que me dolieron los brazos por contenerme. Pero sabía que no le gustaban esas cosas. Sabía que, para él, los gestos eran otras cosas, y yo no podía romper la distancia de golpe.
—¿Y tu padre? ¿Cómo reaccionó tu familia al verte?
—Mi padre escapó aquel día, nos reencontramos cuando viajamos al norte. Mi familia me recibió bien, pero había tensión. Los salvajes no confían en los forasteros, y yo llevaba más de veinte años fuera. Me querían, pero no podían fiarse completamente de mí. Yo tampoco me sentía del todo allí. No era mi sitio. No habría sido bueno quedarme.
No era su sitio… y aun así, había elegido quedarse conmigo. Había elegido elegirme a mí. Mi pecho se encogió aún más.
Mientras caminábamos, tropecé con un charco resbaladizo. Perdí el equilibrio y sentí que me iba al suelo, pero Bagrast me sostuvo por la cintura con rapidez, con esa fuerza que siempre estaba ahí para salvarme cuando yo misma no podía.
Me aferré a él, el corazón desbocado, no solo por el susto.
—¿Está bien? —me preguntó, impasible, como siempre.
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Editado: 24.07.2025