¡Hola! Aquí está el capítulo de la semana, un día de retraso, pero ya sabéis que a veces tardo en corregir, jaja.
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✧──── Imara ────✧
Caminé por los pasillos de la mansión que había convertido en mi refugio, en mi madriguera. A mi paso, los brujos se inclinaban, con esos movimientos espasmódicos y susurros deformados que, con el tiempo, se me antojaban familiares, casi reconfortantes. Algunos humanos también se apartaban con respeto, temerosos de mis órdenes y de mi mirada. Estaba rodeada de sombras que se doblegaban ante mí y, sin embargo, solo yo conocía la magnitud de lo que estábamos por lograr.
Me dirigí hacia la zona que había preparado años atrás para mis prisioneros más valiosos. Al acercarme a una de las celdas, allí estaba él. Robert. Sentado, encorvado, con las manos apoyadas en las rodillas y la mirada perdida.
Me detuve frente a los barrotes y apoyé la mano en la reja de hierro ennegrecido.
—¿Te gusta tu nueva celda? —pregunté con una sonrisa torcida.
Robert alzó la vista, cansado, sin asomo de sorpresa al verme.
—¿Por qué me han trasladado después de tantos años? ¿Dónde estoy? —Su voz, grave y rasgada por el tiempo y la miseria, aún conservaba esa fuerza apagada que lo hacía peligroso, aunque estuviera roto.
—Estás en mi madriguera —respondí con tranquilidad—. Es mi lugar, uno que nadie conoce. Donde estabas ya no es seguro. Ahora te quedarás aquí.
—Al fin y al cabo, da igual dónde —murmuró—. Una celda es una celda.
—No —dije mientras hacía un gesto al brujo que me acompañaba—. Las cosas van a mejorar para ti. Para empezar, Edda no sabe que estás aquí. Cirino me pidió que me quedara contigo y puse una condición: que Edda no supiera nada. No la volverás a ver.
Por primera vez, vi una chispa de alivio en su mirada. Minúscula, pero real.
Un brujo abrió la celda y le indiqué que me siguiera. Robert no se movió al principio, pero tras un instante se levantó y caminó tras de mí sin hacer preguntas. Era prudente. Sabía que no obtendría nada si no era lo que yo quería contarle.
Subimos por los pasillos hasta una planta superior. Me detuve ante una puerta de madera ornamentada y la abrí. Robert se quedó quieto, observando la habitación con incredulidad.
—Eres un duque. No puedes seguir viviendo en un agujero como una rata —le dije—. Aquí vas a quedarte a partir de ahora. No podrás salir, siempre estarás vigilado por mis brujos, pero mereces más que esa celda inmunda.
Entró despacio, con desconfianza, recorriendo cada rincón con la mirada. La habitación era idéntica a la que había tenido en la mansión DiAngelus, hasta el más mínimo detalle. Sus pasos lo guiaron hasta el cuadro de Aurora, el mismo que había mandado pintar cuando ella estaba viva y embarazada.
Lo vi acercarse, alzar una mano temblorosa y rozar la superficie del lienzo con la yema de los dedos.
—Es igual al original —susurró.
—Es el original —dije mientras me acercaba—. Edda quiso deshacerse de todo lo que te recordaba a ella. Yo me aseguré de comprarlo todo. Pagué muy bien por cada objeto.
Me miró, confundido, con la guardia alta.
—¿Por qué?
—Porque eres demasiado importante para estar pudriéndote en una celda —le dije sin apartar la mirada—. Y porque Aurora fue mi maestra. No me gustaría que te viera en ese estado.
Me acerqué a una cómoda y le señalé el primer cajón.
—Todo lo que Edda intentó vender de Arami está ahí.
Robert caminó hasta la cómoda, abrió el cajón y lo vi perderse en los recuerdos al tomar entre sus manos las pequeñas ropas de su hija, las que ella usó cuando era apenas un bebé. Vi cómo se le tensaba la mandíbula, cómo le temblaban los dedos. Se abrazó a aquella tela diminuta como si pudiera abrazarla a ella, a su niña perdida.
—Edda te dijo que nunca volverías a ver la luz del sol —le recordé—. Conmigo no será así.
Se giró y lo guié hasta la ventana. No podía abrirse, pero dejaba ver el cielo. Robert se acercó y susurró mientras contemplaba la luna y las estrellas:
—Llevo más de diez años sin ver el exterior…
—Y seguirás viéndolo si te portas bien —le advertí con suavidad.
Él no dijo nada. No hacía falta. Sabía perfectamente a qué me refería.
Unos sirvientes entraron, empujando una mesa repleta de instrumentos. Robert los observó con resignación mientras se sentaba en la silla que ya conocía demasiado bien.
Los sirvientes posicionaron la máquina y comenzaron a preparar todo. La estructura era tosca, de hierro forjado y madera, con un complejo sistema de engranajes que chirriaban al girar. Un cilindro de cristal dominaba la parte central del aparato, sujeto por garras de metal oscuro, donde la sangre se iría almacenando. Desde allí salían tubos delgados y transparentes que se conectaban mediante finas agujas a las venas del brazo. Un pequeño fuelle de cuero presionaba con cada movimiento, succionando la sangre al ritmo que el operador marcaba con una manivela lateral. El sonido del bombeo era constante, casi hipnótico, una respiración mecánica que parecía burlarse de la fragilidad humana.
Me acerqué mientras le pinchaban el brazo y la sangre comenzó a recorrer los tubos, llenando poco a poco el cilindro.
—Aurora tuvo esta idea, ¿sabes? —le dije, paseando lentamente a su alrededor—. No tuvo tiempo para llevarla a cabo. Yo continué su legado. Por eso esta máquina se llama "La Aurora".
Robert me miró desde la silla, cansado.
—¿Hasta cuándo vas a seguir con esto?
—Hasta que pueda prescindir de ti —le respondí con sinceridad—. Tu sangre es lo que necesito para mi gran proyecto. La sangre C. La sangre del caballero santo. Aún no puedo dejar de necesitarla. Cuando todo termine, serás libre.
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Editado: 16.07.2025