Se encontraba como dormida y parecía que todo estaba a oscuras. Sentía las suaves sábanas arropándola y el colchón bajo su cuerpo. Cuando abrió los ojos, una radiante luz la hizo enceguecer.
La habitación no tenía ventanas ni puerta, y dentro, sólo la cama y ella se encontraban. Alexandra se talló los ojos, que ardían, y se incorporó. Miró a las paredes y al suelo; blancos yacían solitarios: sin roperos, sin armarios ni cómodas, tampoco alfombras.
Solo era una habitación blanca y vacía, pero su corazón palpitaba como loco y su cuerpo, ahora a la orilla de la cama, temblaba sofocado. Algo se sentía extraño con ella, así que observó sus manos atentamente, como lo hizo antes de dormir.
Abrió mucho los ojos, perturbada, y comenzó a mirar el resto de su cuerpo desnudo. Su piel, tan blanca como la nieve, se sentía fría y demasiado áspera. En sus manos las pequeñas uñas que no se permitía dejar crecer, ahora eran negras y largas, afiladas como garras. Sus ojos, a pesar de no tener las gafas, veían claramente. Su cabello, más largo que de costumbre, se teñía de rojo fuego.
Su mente ya estaba consciente de que era un sueño, y aún así no podía alejarse de él. Llena de miedo se removió en la cama, intentando despertar. Su garganta no le permitía gritar, y en un arrebato de desesperación la rasguñó.
“¡Quiero despertar!”, rogaba ansiosamente en su mente, “¡Despierta, por favor, despierta ya!”.
Durante varios minutos exigió a su mente despertar, hasta que se fue calmando, mirando un reflejo desconocido en un espejo que quien sabe cuándo había aparecido frente a ella.
Pudo mirar su consternación en aquella imagen, sin entender cómo es que podía ser ella. El delicado cuerpo se posaba en la cama, desnudo, con sangrantes rasguños en la garganta y el cuello. Nada en aquel rostro; fino, de pómulos notorios y labios delineados; se asemejaba al de ella.
Lo único que podía encontrar de sí misma eran sus ojos; de un negro profundo; que se llenaban rápidamente de lágrimas. Alexandra sollozó sin hacer ruido, y se cubrió la cara intentando despertar.
Cuando lo hizo no pudo moverse, su cuerpo ardía, cada músculo lo sentía dormido y agonizante; el sólo abrir los ojos era un martirio.
Entre quejidos logró levantarse, enjugando las lágrimas que brotaban velozmente de sus ojos. Se acercó a la cómoda a un lado de su cama y miró el despertador,
“3:33 am… que bonita hora de despertar de un mal sueño”, pensó.