La memoria indeleble

Capítulo 10. Sospechas

—¿Qué es lo que debo hacer, padre?
El sacerdote no contestó, tan solo me miraba fijamente. Después de una larga pausa, pronunció una palabra.
—Amar.
—¿Qué significa eso?
—Amar no es tan solo querer a alguien, Diego. Es algo mucho más profundo que eso. Es, sentir pasión, anhelar algo, soñar, vivir. Debes vivir tu vida, muchacho y dejar atrás el pasado.
—¿Y olvidar lo que sucedió con mis padres?
—Sé que no es la respuesta que esperabas, pero no puedo darte otra —dijo el sacerdote —. La venganza es un camino plagado de piedras siempre buscando hacerte caer. Es odio y también es miedo y esto es lo contrario al amor. Debes perdonar, que es otra forma de amar.
—No creo que pueda —reconocí.
—No te será fácil, pero en tus manos está dejar de sentir rencor y solo tú puedes hacerlo. Nadie puede ayudarte.
—No puedo abandonar ahora mi búsqueda sin saber lo que ocurrió, ¿no lo entiende? Sería como traicionar a mis padres, como si les demostrase que nunca me importaron. No, no puedo hacerlo.
—Entonces tendrás que aceptar las consecuencias.
Asentí, así sería, era algo que no me importaba en ese momento.
—Llévate el libro, Diego. Espero que encuentres la sabiduría en las palabras de tu padre.
—Dígame una última cosa, padre Buendía.
—Puedes llamarme Ignacio, hijo. Pregúntame lo que quieres saber.
—Quería saber si mi padre fue una buena persona.
—¿Quién te ha hecho dudar de él? ¡Claro que era una buena persona! No era lo que se puede decir un católico ejemplar, pero, ¿importa eso cuando solo se piensa en hacer el bien para con el prójimo? La iglesia, a la que pertenezco, pero no comprendo, le acusó de herejía y planeó su caída en desgracia. Lo hizo por miedo y no por que tu padre fuera un demonio escapado del infierno. Miedo a que alguien pueda demostrar que están equivocados. Miedo a perder su poder y ese mismo miedo será el que al final les derrote... Mira todos estos libros —señaló las estanterías llenas a rebosar —. Todos fueron condenados por la iglesia a lo largo de los siglos. Tenemos a Galileo, a Copernico a Giordano Bruno. ¿Crees que ellos fueron personas malvadas? No, claro que no, lo único que les condenó fue su intención de cambiar el mundo. Y los cambios no suelen gustar a los que ostentan el poder.

                                                                                           •••

Regresé a mi casa cuando el cielo comenzaba ya a clarear por el este. Don Anibal me indicó que ese día no abriría la librería por la mañana y que podría volver al trabajo por la tarde. Se lo agradecí, porque tanto mi cuerpo, como mi mente estaban agotados.
Al abrir la puerta de la calle comprobé que en la acera de enfrente, en su puesto de vigilancia, se hallaba el policía que trabajaba para Gallardo. Me acerqué hasta él para explicarle que hasta las cuatro de la tarde no pensaba abandonar mi domicilio y en cuanto me vio, acudió hacia mí.
—Vuelve usted muy tarde o muy temprano, según se miré. ¿Ha estado de fiesta?
—¡Qué más hubiera querido yo! —Contesté.
—Se le ve cansado.
—Pienso echarme a dormir hasta la tarde, se lo digo por si quiere usted dejar la guardia.
—Es un detalle. Me llamo Carlos Sanabria —me tendió la mano y yo se la estreché.
—Diego Peralta —dije y sonó extraño a mis oídos.
—Sí, lo sé.
El policía sacó un cigarrillo de un arrugado paquete que llevaba en el bolsillo trasero de su pantalón y me ofreció uno.
—No gracias.
—Sabia elección, aunque a veces puede ayudar a superar la soledad, hágame caso y guárdeselo, algún día puede necesitarlo.
Tomé el cigarrillo sin saber que hacer con él y le di las gracias.
—Me voy a dormir o me desplomaré aquí mismo.
—Mejor no lo haga —sonrió —, tendría que detenerle por escándalo público.
Reí sin ganas y crucé de nuevo la calle hasta mi portal. Al entrar vi como el policía, que aún me seguía con la vista, hacía un gesto con la cabeza y echaba a andar por la acera, perdiéndose en las sombras.
Subí hasta mi habitación y al ir a abrir la puerta, me sorprendí de encontrarla abierta. Alguien había entrado en mi cuarto. Entré muy despacio y comprobé todos los rincones por si hubiese alguien escondido, pero me encontraba solo.
El ladrón no se había llevado nada porque en realidad no poseía nada de valor, pero la habitación aparecía revuelta, con mi ropa por los suelos y los cajones de la mesilla de noche abiertos. En el armario no quedaba nada y mantas y sábanas habían sido arrojadas sobre la cama. Hasta el colchón sufrió las pesquisas del intruso y aparecía volcado en un rincón.
En ese momento me di cuenta de lo que buscaban: El libro que traía conmigo dentro de la bolsa de cuero que colgaba de mi hombro.
Alguien había supuesto que yo poseía ese libro y aprovechando mi ausencia trató de hacerse con él. Pero, después de pensarlo mucho, me asaltó una duda. Sí mi particular vigilante había pasado toda la noche apostado frente a mi casa, ¿cómo era posible que no hubiera visto entrar al intruso?
La respuesta era muy sencilla. O bien, Carlos Sanabria no estuvo vigilando toda la noche o, fue él mismo el que entró en mi habitación.
Después de ordenar un poco el cuarto, me dediqué a buscar un sitio seguro donde guardar el libro, porque no podía ni debía fiarme de nadie.
Tras mucho buscar encontré el que consideré que era el lugar perfecto. En el pequeño cuarto de baño, justo detrás del inodoro, varios baldosines parecían huecos. Conseguí desprenderlos y hallé un diminuto agujero en el que el libro encajaba a la perfección. Tras guardarlo volví a colocar las baldosas en precario equilibrio y admiré mi obra. Si alguien no sabía lo que buscaba, nunca se daría cuenta del escondite.
Más tranquilo al saber que no podrían encontrar lo que buscaban, decidí acostarme.

                                                                                           •••

Poco antes de las tres de la tarde me despertó un ruido. Abrí los ojos y me incorporé en la cama de un salto. La habitación estaba vacía y suspiré de alivio, aunque, pensé, el ruido había sido muy real.
Fui al servicio a comprobar que el libro siguiera oculto en su escondite y así era, seguía allí. Lo saqué y lo dejé sobre la cama. Tendría que llevarlo conmigo todo el tiempo, porque no era seguro dejarlo en aquel cuarto en el que todo el mundo parecía poder colarse con demasiada facilidad.
Unos minutos antes de las cuatro de la tarde salí de mi domicilio y me acerqué a la librería. Don Anibal ya se encontraba allí y tenía los cierres levantados.
—¿Has podido descansar, Diego? —Me preguntó.
—Apenas —le dije —. Cuando llegué a casa esta mañana, comprobé que alguien había entrado en mi dormitorio, creo que era esto lo que buscaban.
Deje el libro de mi padre sobre el mostrador de la librería y el anciano lo observó con detenimiento.
—Algo de interés debe de guardar entre sus páginas si hay alguien tan interesado en poseerlo que no le importa robarlo —dijo, don Anibal —. Pero, ¿cómo lo supieron? Hasta esta madrugada tú no disponías de él.
—Esa misma pregunta me la he hecho yo una docena de veces. Parece como si fuesen un paso por delante, sabiendo de antemano lo que voy a hacer y... eso es imposible.
—Lo es —dijo el librero.
—Sí, lo es, salvo... —dudé de continuar hablando.
—Salvo que alguien muy cercano a ti les estuviera pasando información a esos tipos, ¿no es eso lo que piensas? Y llegados a este punto, ¿quién podría ser?
—Eso no lo sé.
—Piensas que he sido yo, ¿verdad? —Dijo el librero —. No, no tengas reparo en reconocerlo, yo habría pensado lo mismo tratándose de otro.
—No, don Anibal. Nunca he pensado en usted, porque usted no ha sido, ¿verdad?
El anciano rió con ganas.
—Comprendo tus dudas, muchacho, créeme, te entiendo. En realidad apenas me conoces y además, he sido yo el que te ha metido en esta turbia trama al desvelarte quien eras en realidad, es normal que desconfíes. Si te dijera que no soy yo, ¿me creerías? Te haré otra pregunta: ¿Qué motivo podría tener yo? Debes confiar en ti mismo, Diego.
—Confío en usted, don Anibal —dije.
—Mi único interés es ayudarte en todo lo que me sea posible. Ahora, creo, deberías leer ese libro, quizás en él encuentres respuestas a tus preguntas.
—Lo haré.
Me retiré a la trastienda y me senté en una butaca con el libro entre mis manos y sin atreverme a abrirlo. Tuve que respirar hondo un par de veces para convencerme de que aquello era lo que debía hacer y entonces abrí el libro por la primera página donde rezaba el título y el nombre del autor: Rodrigo Peralta Salas junto a aquel símbolo del que me había hablado el padre Buendía, el triskelion. Pasé la página y encontré una nota que no llegué a comprender del todo.
«Viajando al interior del laberinto encontrarás monstruos, pero ninguno será peor que el que llevas dentro de ti mismo».
En la siguiente página había un corto prólogo que leí con avidez:
«Mira a tu alrededor, ¿que ves?
»Ves las cosas que te rodean a diario, ves los rostros de las personas, los colores y la luz de todo lo que está a tu alrededor, ves el camino que se abre ante ti y ves, allá, a lo lejos, el destino que te has marcado, muy lejos aún.
»Pero, ¿que pasaría si ese final del camino ya estuviera junto a ti, aunque aún no hayas comenzado a recorrerlo?
»Eso mismo es lo que trataré de explicarte en estos cuentos.
»Quiero contarte la verdad que nunca te han contado. La realidad que no ves, porque está velada a tus ojos por la niebla de tus propias creencias.
»Vacíate, abre tus ojos y contempla ese universo que te rodea y que no puedes llegar a ver.
Déjame ser tu Virgilio y cual Dante, adentrarte en tu propia alma. Ella te está esperando desde hace mucho, muchísimo tiempo».
Me parecía escuchar la voz de mi padre, guiándome a través de aquella lectura. Una voz que nunca llegué a escuchar pero que en mi interior sonaba tal y como creía que debería ser.
Pasé la página y leí el título del primero de los cuentos: El peregrino y la sombra de la noche.
Durante la siguiente media hora leí aquel cuento que me sumergió en un laberinto de ideas que jamás había llegado a contemplar. Ideas que si bien parecían inofensivas, comprendí que no lo eran tanto, pues su objetivo era dinamitar todo cuando creíamos saber.
Descubrí a la vez el lenguaje utilizado por mi padre, un vocabulario muy rico en matices y con el que jugaba de forma magistral, cautivando a los lectores.
El cuento en sí trataba sobre un peregrino que perdido en un milenario bosque de Galicia y en la más profunda oscuridad de una noche sin luna, se encuentra con una joven que desmontará una a una todas sus convicciones, haciendo que llegue a plantearse su propia existencia y abriendo sus ojos a un mundo de infinitas posibilidades.
Un párrafo de ese cuento me impactó de forma contundente al escuchar el nombre de la joven protagonista. Un nombre que yo deletreé extasiado.
«El viejo peregrino alzó la mirada a la bella joven que cual liviana mariposa y tan etérea como un rayo de luna, e igual de inalcanzable, se alzaba en la linde del sendero; sonriéndole con aparente inocencia. Inocencia que no era tal, si no el deseo más embriagador que hombre alguno jamás hubiese contemplado.
«Era perfecta en su sonrosada juventud, esquiva como la brisa nocturna, sobria como un frío atardecer de invierno y ardiente como el fuego que aviva nuestros más oscuros deseos.
»—¿Cómo os llamáis? —Preguntó el peregrino.
»—Beatrix —contestó ella con una tímida vocecilla.
»—Dulce ninfa, ¿qué queréis de este humilde peregrino?
»—Vuestra alma, mi señor. Vuestra alma...»
Beatrix. Pensé y la imagen de la hija de mi patrón regresó a mi mente, tan brillante y nítida como una fotografía. ¿Qué haría en estos momentos? ¿Pensaría, acaso, en mí?
Agité mi cabeza para deshacer aquellos pensamientos que no me llevarían a ninguna parte y me esforcé en continuar leyendo el libro de mi padre, pero la imagen de una Beatriz sonriente, flotaba ante mí, como una aparición.
Don Anibal entró en la trastienda y me encontró leyendo absorto aquel libro que hablaba de la magia de la vida y de la potestad de los hombres de transformarla a su antojo con el mero hecho de soñar y fabular que podría llegar a ser tal y como imaginamos.
—¿Has encontrado algo, Diego? —Me preguntó.
—Por ahora no —contesté —, pero creo entender porque este libro tuvo tal rechazo por parte de cierta clase de personas.
—Sí. Esas personas pueden llegar a verse amenazadas con él.
—¿Lo ha leído usted, don Anibal? —Le pregunté.
—Hace tiempo. Lo leí cuando tu padre terminó de escribirlo. Le dije que no era prudente escribir esa clase de cosas en unos tiempos tan revueltos como aquellos, pero no me hizo caso. Raramente hacía caso a los demás si una idea cuajaba en su interior. Recuerdo que me dijo que si no era él, otro sería el que expresase esas ideas y que las personas tenían derecho a conocer la verdad de una vez y que nada le detendría en su objetivo. Eso fue una semana antes de que desapareciese...
—Nunca se encontró su cadáver, ¿verdad?
—No. Nunca llegamos a saber qué sucedió. Pero tampoco costaba mucho imaginar qué pudo haber ocurrido. Era algo tan común en esa época y son tantos los miles de casos similares al de tu padre y que nunca se han resuelto, que es muy difícil...
—Pero mi padre era alguien conocido, quiero decir, que no me explico como nadie se interesó en saber lo que ocurrió.
—Hubo mucha gente que se interesó, pero todos topamos con un muro de silencio. La policía se excusó diciendo que ellos no sabían nada del tema, incluso el inspector Gallardo dio una conferencia ante la prensa, explicando que Rodrigo Peralta acudió a las dependencias de la policía en la Puerta del Sol en requerimiento de la propia policía y que salió de allí mismo por su propio pie, horas después. También dijo, textualmente, que en ese momento se estaban llevando a cabo ciertas pesquisas para hallar el paradero de un escritor de tan merecida gloria para el mundo de las letras.
—Braulio Gallardo me aseguró que el no había tenido nada que ver en la desaparición de mi padre —expliqué de nuevo.
—¿No creerías que te iba a decir la verdad?
—No sé por qué, pero creo que era sincero conmigo —dije.
—Sincero o no, yo no me fiaría mucho de él. No, no lo haría.  




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