Residencia la Hacienda, Josefina
Josefina piensa en cuánto tiempo le queda. También piensa en Carol, le gustaría poder verla, si es posible, y le da tiempo, antes de que la cardiopatía isquémica que sufre acabe con ella.
Está sentada en el balancín del jardín. Se toca el pelo con la mano derecha, mientras la izquierda la aguanta apoyada en el pecho. Se echa el pelo hacia atrás dándose un pequeño masaje en la sien, entre la frente y la oreja, eso la relaja. La cabeza le da vueltas, siente un poco de mareo, seguramente sea porque ha comido poco, sí, debe ser eso, o tal vez sean las pastillas, que también tienen efectos secundarios; como náuseas, vómitos, fatiga. El balancín parece que se aleja, sube el muro y regresa desde mil metros, de golpe, al mismo sitio, una y otra vez. Cierra los ojos para concentrarse en sus pensamientos, que ahora son los de cuando era una niña y vivía en Guadalupe, provincia de Cáceres; en su padre, su madre, su casa, su historia. Para de pensar. Abre los ojos y clava la vista en los rosales que tienen enfrente, al final del jardín — tendrían que podarlos —, se dice, sin saber que los podaron la mañana anterior. Deja de masajear la sien y cierra los ojos de nuevo, la imagen de Jacinta, la madrina, va y viene en su cabeza - Esta no es mi época, yo no tendría que estar aquí —, murmura. Una mano se apoya en su hombro, lo siente y también el olor a alcohol de romero, es inconfundible. Abre los ojos, una sonrisa se le dibuja en la cara, una sonrisa que suena a alegría. Juan rodea el balancín hasta apostarse delante de ella - hola Juan, ven siéntate aquí conmigo que se está muy bien al sol - le dice, mientras con la mano sacude el otro cojín del balancín para que se siente a su lado. — ¿Te duele la cabeza hoy? —, le pregunta él tocándole la frente. — ¡No!, qué va, estoy muy bien —, le contesta entornando los ojos al sol. Le dice que estaba pensando en Guadalupe, cuando ella era pequeña. — Mira que hace calor en Cáceres, aunque no sé si era verano, creo que sí - duda un momento, pero le da igual y continua.
— Cáceres, qué bonita!, que digo yo, con lo bien que podría haber estado yo, allí en el pueblo, con mi marido Pablo y mi niña, claro —, le cuenta Josefina, que no es la primera vez que lo hace. Juan la escucha con mucho cariño. Ella lo trata como si fuese su hijo, y él se deja. Juan, de veintidós años, es enfermero cuidador. Hace pocos meses que entró a trabajar en la residencia. Con el tiempo simpatizo de manera diferente con Josefina, que con las demás residentes. Los padres de Juan fallecieron en un accidente de coche, cuando solo tenía dos años, y desde entonces se hizo cargo de él la abuela materna.
Juan había escuchado cada día la misma historia, pero no le importaba y, como cada día, cuando llegaba su media hora de descanso, se sentaba junto a ella y la escuchaba.
— Juan, sé que no me queda mucho, no sabes como me gustaría poder despedirme de Carol —. Juan, preocupado, asiente, mientras en silencio le pone el respirador. La tensión arterial, la glucemia y el colesterol, estaban en los límites máximos, la saturación la tiene por debajo del 95%, si seguía así, tendrían que motorizarla. Sabía que no le quedaba mucho.
No, aún no podía decirle a Josefina, que no había podido averiguar nada sobre su hija. En sus días libres y por su cuenta, había empezado a visitar el ayuntamiento y la casa de acogida de la comunidad de Cáceres, para saber de ella después de tantos años y a donde fue enviada tras perder el rastro de Jacinta en Madrid. Fueron muchos días de trasiego, llamadas de teléfono. Contactos de un departamento a otro. Casas de acogida desde 1980. Visitas a Madrid, en días en los que libraba de la residencia. Todo acababa como sacos de escombros, restos de historia que, desoladas, acababan en silencio y en papeles en blanco.
Josefina apenas salía al exterior, solo podía deambular por el interior de la residencia. El jardín lo imaginaba desde su cama, cuando empotrada con el respirador, su mente se evadía de la habitación. Juan, acudía todas las tardes después de su jornada. La consolaba y le decía, una y otra vez, que él conseguiría llevarle el mensaje a su hija.