=Lauría – Galería MareNudo, noche=
Andrea procesa la revelación de Luciano. Él, notando su cansancio, le ofrece llevarla a casa. Es un gesto simple, de cuidado, sin segundas intenciones.
—Déjame llevarte. No tienes que seguir en medio de todo esto esta noche.—Andrea acepta y se pone de pie.
=Lauría, Suite Presidencial Hotel Barreiros - Noche=
La suite era una jaula de oro en la cima del mundo. El aire olía a poder, a soledad y al cuero de los sofás que nadie usaba. Cincuenta pisos más abajo, las luces de Lauría parpadeaban, ajenas al hombre que las observaba no como un turista, sino como un general estudia un mapa antes de la batalla. Nicolás Barreiros no veía una ciudad; veía un tablero de juego, y en el centro, una única pieza que le importaba.
Sobre una mesa de mármol negro, la pantalla de su tablet emitía un brillo frío. Era la interfaz del "Proyecto Centinela", el ojo de Sauron del imperio Barreiros. Con la yema del dedo, dibujó un perímetro alrededor de la galería de arte. Las cámaras respondieron al instante.
Vio a Andrea.
La imagen era tan nítida que podía contar las hebras de cabello que la brisa le movía sobre la mejilla. La vio subir al coche de Luciano Ferrer, y un músculo en su mandíbula se tensó hasta el punto del dolor. No fue el gesto en sí lo que le quemó por dentro, sino la expresión en el rostro de ella. Una tensión que él conocía de memoria, la que llevaba como una segunda piel en Cauria, se había disuelto. En ese coche, con ese hombre, parecía… respirar.
Con una eficiencia que helaba la sangre, saltó de cámara en cámara, siguiendo el rastro del vehículo por las arterias de la ciudad. Era una persecución silenciosa, digital, omnisciente. Los vio llegar a la modesta calle donde ella vivía ahora. Observó a Luciano bajar, abrirle la puerta, y mantener esa distancia cortés, casi reverencial.
Una oleada de desprecio y furia lo inundó.
No la conoces —pensó, una voz oscura retumbando en su cabeza —No tienes ni idea de quién es. Crees que se le conquista con gestos suaves y silencios respetuosos. Crees que es frágil. Y lo es. Pero su fragilidad no necesita tu lástima, necesita mi protección. La protección que juré darle.
El recuerdo lo golpeó con la fuerza de un puño: Andrea a los diez años, de pie en el gran vestíbulo de la mansión Barreiros, un pajarito con los ojos demasiado grandes, ahogándose en un luto que nadie en esa casa entendía.
Él, con diecisiete, la había visto y había sentido una punzada de posesividad tan feroz que lo asustó. Ella es mía ahora, se había dicho. Nadie volverá a hacerle daño.
Y ahora, este hombre, Luciano, con su decencia y su calma, era la peor de las amenazas. Porque no la atacaba. La encantaba. La alejaba de él con promesas de una normalidad que era una mentira.
Tía Clara se equivocó — pensó con amargura —Creyó que podía construir un muro entre nosotros con una palabra. "Hermana". Creyó que podía casarla con un extraño y arrancarla de mi vida. Pero lo único que logró fue enseñarme que para proteger lo que es tuyo, a veces tienes que convertirte en el monstruo que todos temen.
Con una nueva y terrible calma, tomó su teléfono. Marcó un número memorizado.
—Ramiro.
La voz de su jefe de operaciones sonó al instante, clara y servil.
—Señor.
—Activa el protocolo de análisis de vulnerabilidad sobre Ferrer Corp. El archivo completo.
—Está permanentemente activo, señor. ¿Algún sector en particular?
—Su expansión en el mercado asiático. El proyecto del puerto. —Nicolás caminó hacia el ventanal, su reflejo oscuro superpuesto a la ciudad—. Quiero que Luciano Ferrer se despierte mañana con una hemorragia que no pueda detener. Un socio estratégico que se retira, una línea de crédito que se congela, un rumor en la prensa económica. Algo que lo obligue a soltar todo y volver a Cauria a apagar el fuego.
—Será sutil, señor. Parecerá mala suerte.
—No. —La voz de Nicolás fue un susurro letal—. Quiero que sea un mensaje. Quiero que sepa que fui yo.
Colgó. El silencio regresó, más denso que antes. Se sirvió un whisky, notando el levísimo temblor en su mano.
Odiaba esa parte. Odiaba la guerra sucia, la estrategia corporativa. Pero era el único lenguaje que su padre le había enseñado. Y era el único escudo lo bastante grande para defenderla. Para traerla de vuelta.
=Lauría, Cafetería "El Sol Escondido" - Mañana=
El lugar olía a café recién molido, a mantequilla y a la promesa de un día sin sobresaltos. Andrea se sentó frente a Luciano, sosteniendo una taza caliente entre las manos, y se permitió, por un instante, creer en esa promesa. La luz del sol entraba por la ventana, iluminando las motas de polvo en el aire y la sonrisa genuina de Luciano.
—Entonces, tu protagonista finalmente escapa de la torre de cristal —dijo él, refiriéndose al borrador de su libro que le había dejado leer—. ¿Qué es lo primero que hace?
—Aprende a respirar —respondió Andrea sin pensarlo—. Se da cuenta de que el aire de afuera es diferente. Que no está medido, ni condicionado. Que es suyo.