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Alma
Desaparecí una mañana después de que los metiesen presos. Decidí recoger mis cosas y mudarme de la casa de mi padre. Mi padre, mi papá, extrañaba su rostro y sus risas, su manera de ser, extrañaba verlo y oler su colonia que embriagaba a cualquiera que no estuviese acostumbrado a ella.
Llevaba ya un año sin verlos, mi padre no sabía nada de mí, mi hermano no sabía nada de mí, ambos, no sabían nada de mí.
Yo tampoco me molesté en decírselo, porque me sentía mal, y lo último que quería era que viniesen.
Cuándo desapareces sin dejar rastro, lo último que quieres es que te encuentren.
Hay actualmente, nueve billones de personas en el mundo, y solo dos me han hecho vivir en un infierno.
Es curioso.
Porque puede que en otro lugar haya otra yo, que no viva tan rota. Que ría y tenga muchos amigos, que viva con su familia, al completo, que no haya sufrido.
Si en algún punto de mi corta vida me encuentro con mí otra yo, mi otra Alma, lo primero que haría sería preguntarle por su familia. Si está bien.
Porque yo ya no soy capaz de recordar la última vez que estuvimos todos juntos. Riendo.
Mi hermano solía decirme, pocos días después del rescate, que nosotros podíamos vivir muchas vidas en diferentes mundos, diferentes universos, por eso es que había gente muy sabia, porque había vivido demasiado.
Eso me tranquilizaba, porque sabía que en otras vidas no sufriría tanto. En otras vidas amaría y tendría mi lugar y sería normal.
Pero siempre fui muy estúpida. Siempre me creí libre cuando vivía de la mano de una cadena que te consumía poco a poco.
Me creí libre aún cuando conviví con una persona que solo buscaba exponerme en museos y ganar dinero. Me creí libre aún cuando mi comida había dejado de saber a nubes y comenzado a ser piedras.
Me creí libre en muchos momentos en los que tuve cadenas en todo mi cuerpo. Me creí libre cuando corría con mamá por la calle.
Me creí libre cuando abracé a mi hermano aquella noche.
Cuando vi a mi padre y volví a embriagarme de su aroma.
Cuando comencé mi relación.
Me he creído libre cuando he estado en jaulas estrechas por las que solo los pies, podía sacar y moverlos en el aire, como un pajarillo.
Siempre he sido un pajarillo.
Siempre he ansiado volar de mi jaula.
Por eso decidí desaparecer.
Pero todo lo que desaparece se acaba encontrando de una manera u otra y yo, una chica estúpida y enfadada, no podía ser menos.
Me creí libre aún cuando lo que me enjaulaba y enjaula tiene nombre, historia, vida, apellidos, sonrisas, sombras, miedos, traumas…
Me creí libre aún cuando aquel peso que me aprisionaba, siempre lo he llevado en mi espalda y nunca he podido desprenderme de él.
Porque la esclavitud, era como una cicatriz, una cicatriz con concha, con puntos, que tenía que tener cuidado de no romper.
Porque si se rompía, sangraba y se volvía más pesada, porque tardaba más en curar. Aunque a veces picase y ansiase arañarla con mi uña rota por la ansiedad, aunque a veces solo quisiese desaparecerla. Siempre estaba ahí.
En un lugar que era imposible no ignorar. Detrás de mi oreja.
Detrás de mi oreja no podía ignorar ningún susurro o palabra maligna. No podía ignorar la maldad de la esclavitud.
Porque yo era esclava de ella, de todas las palabras, de todas las historias, de todas las miradas, de todos los actos. Era la esclava de toda mi alma y de lo que acompañaba.
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Editado: 19.05.2025