XXIII
ANDREW
El hospital de Ghael nunca me resultó ni un poco acogedor, ni siquiera el tiempo que tuve que vivir en la ciudad con mi madre. Verla a ella ausentarse en casa durante largas jornadas no deja una buena impresión de cómo deben de funcionar esos horribles lugares, pero tampoco tenía ninguna otra opción luego de que Dorkas decidiera arrancarle parte del dedo a Ron.
Lo llevé al más cercano, sabiendo que no me cruzaría con personas de mi vieja vida a los alrededores. En cuanto llegamos nos dirigimos a la parte de urgencias, pero una mujer nos derivó a la sala de espera alegando que estaban demasiado atareados con un accidente. Nos prometió que en quince minutos seríamos atendidos sin falta, por lo que no nos quedó otro remedio que sentarnos. A Ron le desinfectaron la herida y lo ayudaron a cubrírsela para contener la sangre, pero fuera de eso poco más pudieron hacer las enfermeras sin el consejo de un doctor profesional en… dedos anulares.
Podíamos habernos ido a otro hospital. Ghael es una ciudad tan grande que conocemos como la palma de nuestras manos. Era fácil, y aun así no lo hicimos. Ron tampoco lo pidió, sabiendo a la perfección de mis razones para quedarnos ahí a esperar el tiempo que fuera necesario.
Les di esos quince minutos. Era el máximo que iba a soportar. Luego, me metería por el culo mis razones.
—No debiste hacer esto—me dijo Ron de repente, mirando al frente.
Éramos los únicos en el pasillo blanco. A pesar de las gasas y papeles, la sangre empezaba a gotearle manchando el suelo. Teníamos la mitad de su dedo a un costado como un mal recuerdo, la explicación de cómo las cosas se salieron de control para acabar así.
—Cállate—le espeté.
Negó con la cabeza.
—No, en serio—insistió—. Dante fue claro. Un error y nos manda derechito al cuelgue.
De vez en cuando las puertas a nuestro alrededor se abrían y salían enfermeros a montones yendo y viniendo con diversos utensilios. Apenas parecían reparar en nuestra presencia. Miré esa puerta al fondo, sobre la cual se encontraba en grande ese cartel rojo que indicaba que era la zona de emergencias.
—Kit se hará cargo del asunto—musité, trayendo a mis recuerdos tantas memorias.
Me miró con desaprobación, reprimiendo una mueca de dolor.
—¿Qué esperabas que hiciera, Ron?—reclamé, cabeceando en dirección a sus manos—. ¿Querías que te dejara ahí y siguiera como si nada?
Volvió a negar.
—No te habría culpado por hacerlo. Después de todo, así es Catábasis. Te pones primero sin importar qué.
Dejé de prestarle atención en cuanto escuché un teléfono sonando. Eran tantos sonidos familiares que empezaba a ponerme nervioso, algo inusual en mí. Volteé para comprobar quién estaba en el mostrador del ingreso, encontrándomelo vacío.
—Drew—volvió a llamarme Ron, esperando que lo escuchara otra vez—. Tenemos que hablar con Kit y encontrar la manera de que no le cuente a Dante de… este improvisto.
Asentí, todavía atento al sonido del teléfono.
—Yo me haré cargo—sentencié.
A lo que escuché un chasquido.
—Tú siempre te haces cargo de todo—me recriminó Ron, incapaz de cerrar su boca por al menos dos segundos—. Eres como un adulto en miniatura, uno que necesita tener el control sobre el mundo entero. ¿No vas a relajarte nunca, Drew? Ya has hecho suficiente.
Giré para verlo. Estaba inclinándose como aquella vez en el Tártaro, apoyando los codos sobre sus piernas y sonriéndome con malicia. Estoy seguro de que sus intenciones eran tranquilizarme y, sin embargo, Ron estaba lejos de causar ese efecto en mí.
—La próxima vez que un perro te arranque un dedo—le solté—, recuérdame mearte encima.
Empezó a reírse como hace siempre que intento amenazarlo así. Nuestra amistad se basó en conversaciones como esa, él molestándome y yo perdiendo la paciencia por ser incapaz de bajarle los humos.
Pensé que seguiríamos con ese tipo de cosas cuando de repente la puerta de la entrada se abrió de par en par, recibiendo al doctor que fue pedido para atender a Ron. Se nos acercó tras atender la incesante llamada del teléfono, perdiendo tan solo segundos en responder a quién sabe qué persona. Posterior a eso, llevó a mi amigo consigo hasta esa sala del fondo predispuesta para las emergencias.
Me quedé solo con esa facilidad, preguntándome qué mierda iba a hacer para convencer a Kit de no delatarnos ante Dante. Quise borrar por completo las palabras de Ron de mi mente, pero parecía imposible. La cuestión sobre ser suficiente atacaba mis momentos de felicidad con constancia, más todavía cuando el recuerdo de mamá se hacía presente.
Si algo quedó de esos años que alcancé a vivir con ella, era eso. La sensación de que nunca iba a alcanzar las exigencias que ponía sobre mí. No quería que fuera el mejor, ella esperaba que fuera el único por sobre los demás. Le costó tanto salir adelante tras el divorcio con papá que no soportaba la idea de tener un recuerdo de lo que esa trágica relación fue para ella, y eso era justamente lo que resultaba yo en su vida. Un estorbo, o al menos así se sentía. Entonces comenzaron los estándares, esa demanda suya por al menos ser servible, traerle orgullo a sus expectativas.
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Editado: 21.11.2021