Un día, mientras caminaba por una solitaria senda, llegué a una bifurcación. Uno de los caminos tenía rumbo desconocido, y en el otro se apreciaba claramente a una figura alta y vestida con una túnica negra.
Era la Muerte.
El solo hecho de verla me causó terror. La hoja de su guadaña lucía amenazante y no quería que se percatara de mi presencia. Por supuesto, elegí irme por el otro camino.
Tras unas horas más de caminata, volví a encontrarme con una bifurcación. Allí estaba la Muerte de nuevo, parada al inicio de una de las vías con un aire anhelante. Nuevamente elegí alejarme de ella, yéndome por el otro lado.
Pasado un rato, surgió una nueva encrucijada. Cuatro caminos se extendían frente a mí, con la Muerte aguardando en uno. Elegí el que parecía más seguro, tratando otra vez de que no me viera.
La situación se repitió durante todo el viaje.
Ya cansado, continué caminando por la última senda que había escogido. No hubo más decisiones que tomar ni vías que elegir. En línea recta, frente a mí, estaba parada la Muerte con su guadaña en las manos.
No quise dar un paso más. Ella se dio cuenta y se acercó a mí.
- Por fin te encuentro -me dijo-. ¿Por qué huías? Tarde o temprano iba a alcanzarte.
Me quedé callado y cerré los ojos sabiendo qué iba a pasar.