No voy a decir que mi experiencia es la norma. Es una trampa mortal para el criterio pretender que lo que a uno le sucede le sucede a todos los demás; peor aún, que los binoculares con los cuales intento entender la vida (fallando muchas veces en el intento), refleja las mismas imágenes a mí, al vecino, al que vive en el país adyacente y al que vive en el otro lado del mundo.
Aún así, dudo mucho estar sola en esto, y por eso con seguridad lo digo: la navidad real y la navidad de los anuncios son dos cosas muy distintas. En los anuncios (por lo menos en los que abundaban en mi juventud) un grupo de personas sonrientes y bien peinadas se sentaban alrededor de una mesa bellamente decorada, mientras tomaban la palabra de forma coordinada y se recordaban lo mucho que se aman y lo felices que eran frente al pavo perfectamente horneado que asomaba las patitas en el centro.
En la vida real la navidad significa muchas otras cosas. Es un reflejo tornasol de la existencia que, al contrastar con la imagen perfecta que nos venden las grandes marcas, nos devuelve de un solo golpe una de las máximas de la vida humana: la perfección no existe, por lo menos no en este plano.
Hay tensiones en la mesa, discusiones incompletas, comida quemada y conflictos que conforme avanza la noche toman mayor velocidad; en algunas mesas hay sillas esperando ser ocupada, o peor, gente que está de más. Hay tristeza, soledad y enojo. Hay conflictos que no van a sanar en toda la noche, por más empeño que le hayamos puesto al pino de navidad. Hay también el recuerdo que se exacerba, y como luz brillante dibuja el contorno de aquellos a quienes desearíamos tener en la mesa, pero ya no están, ni estarán.
La navidad de los anuncios trae consigo una carga tan irracional de expectativas, que es casi imposible cumplirlas, y en ocasiones uno termina feliz tan solo de haber podido sobrevivir la noche. Pero entonces ¿por qué, aunque ya no somos niños, nos siguen emocionando estas fechas?
Para mí la navidad, a medida que crecemos, se convierte en un asunto de aceptar que las cosas nunca van a ser perfectas, y aún así, pueden ser hermosas: una reunión familiar, con todas sus aristas y fricciones que generan, aún resulta en un grupo de personas que se eligen para compartir un día irrepetible de sus días, tal cual se han elegido, y se seguirán eligiendo, por más difícil que sea su convivencia; un pavo quemado, un postre mal hecho, son prueba fehaciente de que alguien intentó alimentarnos; una silla donde falta alguien es testamento de su existencia, y de que su vida sigue enlazada a la nuestra, aunque la forma traslúcida del recuerdo nos alimente en partes iguales de la nostalgia y la alegría de haberlo conocido.
La vida no es perfecta, y mucho menos lo es la navidad. La navidad de los anuncios dura un par de días de grabación. La navidad de verdad es una amalgama de experiencias compartidas por años apretujadas contra expectativas imposibles de superar. Por tanto, he decidido dejar de lado la imagen de la navidad de los anuncios, para centrarme en la navidad de verdad, con sus defectos, errores y tristezas, pero también sus alegrías, esperanzas y momentos de amor puro.
En mi anterior empeño de tener navidades perfectas he dejado de lado la belleza de disfrutar lo que tengo en el presente; pero ahora que han pasado los años, y poco a poco he abandonado la asfixiante carga de querer cumplir con todas y cada una de mis expectativas, por fin he aprendido una lección importante: no existen las navidades perfectas, ni las familias perfectas ni los amigos perfectos, pero sí existe la belleza en medio de todas nuestras contradicciones. La belleza de vivir la vida no como se vive en los anuncios, sino como se vive en la realidad: con sus sombras y sus penas, pero también con sus alegrías, y sus luces que, cuando aparecen, son aún más resplandecientes que las del pino mejor decorado de toda la ciudad.