La neblina que nos rodea

10: CHARCOS AZUCARADOS

Lo que fue, se desvanece.

Es el eco de nuestras voces

que se enreda entre las nubes.

Mientras las gotas caen

te pregunto, sin reproches:

¿tú sientes lo mismo?

El cielo está naranja y se va haciendo hora de despedirnos. Ella no quiere volver a casa y yo no quiero volver a estar sola. La última vez que tuvimos un día como este teníamos once años, y a pesar de ello parecen no haber pasado más de veinticuatro horas desde ese momento. Extrañaba correr entre las ramas de los árboles mientras ella me perseguía desde el suelo, entrar a escondidas a los invernaderos y comer la miel fresca sin que nos descubrieran.

—¿Aún tienen la costumbre de tener siempre helado en el refrigerador? —pregunto viendo como los tonos naranjas bañan nuestro entorno— ¡Muero de calor!

—¿Hmm? —Ella voltea a verme y ladea la cabeza.

—Aunque un vaso de agua helada tampoco me vendría mal —Bostezo, ella me imita, pero su sonrisa se entrecorta.

—Ah, ¿en mi casa? —pregunta frunciendo el ceño, yo asiento y me encojo de hombros— ¿Ahora? No, es que. Mi papà… Seguro está cansado. ¿Sabes? Y pues, llevamos todo el día afuera y nunca le dije a dónde iba. —Relame sus labios, nerviosa— No quiero que se enoje, no quiero terminar el día así, porque ha sido tan lindo que…

—No, no, no. Por supuesto. ¡Está bien! —Siento el calor subirse a mis mejillas— Yo también estoy cansada, claro. Otro día.

—Sí, mejor otro día.

De todos modos estoy cayéndome del sueño y, por lo visto, ella también. Se apoya de mi hombro mientras atravesamos las calles cuesta arriba, apenas hay humanos afuera devolviéndose a sus casas, pero nadie parece prestarnos atención. Es como si estuviéramos en una burbuja, ajenas a la realidad.

Deseo de todo corazón que mi suerte no se acabe y a alguno de los Vigilantes no se le ocurra venir a armarme un lío por estar caminando abrazada a una humana.

Nuestros pasos cada vez son más lentos, pero ni eso ha podido evitar que lleguemos a la esquina en la que comienzan las colinas antes de que anochezca.

Recuerdo su casa y las piedras forrando las paredes del piso de abajo, la ropa que siempre colgaba del tendedero y la pequeña terraza en la que nos parábamos a ver la ciudad desde arriba y cómo esta se unía con el mar. Comenzamos a subir sin quererlo, agotadas. Otra cosa que no ha cambiado, es que nunca es suficiente para nosotras.

—Te quiero mucho, Lara —susurra a mi oído, adormilada— Me hiciste mucha falta.

Sí, definitivamente este es el mejor día de mi vida.

—Yo también te quiero mucho —respondo, y acaricio su hombro.

Algunas gotitas que han quedado rezagadas en las hojas de las plantas a nuestro alrededor se suspenden en el aire y danzan a nuestro alrededor, ella abre la boca y me mira con la expresión de una niña emocionada. Alargamos el día unos minutos más, danzando entre las gotitas en el medio de la calle, reímos como si fuera la última vez que lo haremos; aunque sepamos que este apenas es el inicio de una nueva etapa en nuestras vidas.

—¿Por qué comienzas clases un viernes? —pregunto cuando retomamos nuestro camino— No llevas ni tres días acá y se supone que la semana comienza el lunes. —Me parece injusto que me quieran quitar a mi amiga después de solo un día de poder disfrutarla. Eso no está bien.

—Dicen que así podré conocer a mis compañeros con un poco de antelación, tengo entendido que los viernes son los días menos intensos —responde, no está enfadada, pero sé que no le ha gustado que toque el tema.

La miro, tiene los brazos cruzados y los ojos fijos en sus botas, no hace falta ser superdotado para comprender que no quiere ir. Las Academias deben estar entre las peores cosas que pueden existir en el mundo, si no, no entiendo por qué Ella habría hecho lo que hizo justo el día anterior a comenzar a estudiar en una de ellas.

—No sé por qué me obligan, yo no quiero conocer a nadie —Ella sigue hablando, aunque parece que estuviera pensando en voz alta en lugar de conversando conmigo—. Se supone que voy a estudiar, —continúa, hace una pausa y toma mi mano—; ya tengo a la única amiga que necesito.

Caminamos en silencio, Mirella está temblando.

«Desearía haber nacido con el don de sentir los pensamientos o de ser capaz de escudriñar en el pasado de los demás.»

No haría nada malo con eso, me ahorraría unas cuantas dudas y el engorroso proceso de hacer preguntas incómodas.

Me abraza sin soltar mi mano y yo hago lo mismo, hace ademán de separarse, duda y luego me abraza más fuerte. Hundo mi nariz en su cabello empapado y su fragancia me hace suspirar. Puedo ver su casa, cerca pero no tanto, y sé que es el momento de decir adiós.

En ese instante no pienso más nada, la aprieto como si no la fuera a volver a ver aunque sepa que apenas pasarán horas hasta nuestro nuevo encuentro.

Beso su mejilla, ella besa la mía y sonrío para evitar ponerla peor. Su rostro está tan cerca del mío que puedo ver a la perfección las manchas oscuras bajo sus ojos. Llora, tiembla.

—Gracias —susurra y se desprende a regañadientes.

Cruza la calle a trote y el grito que profiero queda atorado en mi garganta cuando veo que un auto pasa por el mismo punto donde ella estaba, un segundo después de haber cruzado. Un mal sabor inunda mis labios, pero ella ni se inmuta. Se pierde al subir las escaleras y esconderse en uno de los arcos de la entrada.

«¿Por qué no ve a ambos lados antes de cruzar?»

Justo cuando dejo de ver a Mirella, los cristales de color rosa se comienzan a resquebrajar. La realidad me abruma, el sueño me pesa y ya no puedo más.

Estoy exhausta, feliz, un millón de emociones se arremolinan sobre mí y terminan acumulándose en una masa de agua que no aguanta más y me empapa.




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