LA CEREMONIA
Ratt despertó antes del amanecer, sobresaltado por el ruido lejano que ya reverberaba en las calles de Dymora. Un murmullo creciente, un zumbido de voces, pisadas apresuradas y el tintineo de las campanas anunciaban que el día de la ceremonia había llegado. Afuera, la ciudad se removía con energía contagiosa, y el cielo apenas empezaba a clarear, pintando las fachadas gastadas con tonos dorados y naranjas.
Desde su modesta cama, Ratt sintió un hormigueo de emoción mezclado con nerviosismo. La ceremonia que se celebraba cada cinco años no era cualquier evento: era el símbolo vivo de la paz entre Dymora y Elaris, el juramento renovado de coexistencia entre dos mundos tan distintos y, a la vez, tan entrelazados.
Se levantó rápidamente, se calzó unas sandalias raídas y salió a la calle. El bullicio se hacía más fuerte a cada paso. Los mercaderes preparaban sus puestos en la plaza central, colgaban coloridos estandartes y ofrecían frutas frescas, especias y tejidos con sabores y olores que parecían ajenos a la tierra árida de la ciudad. El aroma a pan recién horneado y a flores silvestres se mezclaba con el sudor de la multitud que se congregaba para celebrar.
Los niños corrían entre los callejones, jugando a imitar a los soldados y funcionarios que vestirían sus galas para el evento. Las mujeres lucían vestidos sencillos pero adornados con pequeños bordados hechos a mano, y los hombres se saludaban con una sonrisa cómplice, sabiendo que el día traería momentos de esperanza y unidad.
Ratt no perdió tiempo. Corrió hasta la casa de Bat, su amigo inseparable desde la infancia, quien ya lo esperaba en la puerta, emocionado.
—¡Vamos, Bat! —exclamó Ratt con los ojos brillantes—. Hoy es el día. No podemos perdernos la ceremonia.
Bat asintió con una sonrisa y juntos comenzaron a subir por los tejados, buscando un buen lugar desde donde ver la plaza central. La ciudad a sus pies parecía un enjambre de movimiento y colores, con el sol ya alto en el cielo y la cúpula de aire que cubría Dymora brillando tenuemente, como un escudo invisible que protegía todo dentro.
La plaza comenzó a llenarse rápidamente. El suelo de piedra estaba cubierto por alfombras y tapices donados por artesanos locales, y en el centro, una tarima adornada con flores y símbolos antiguos esperaba la llegada del gobernador.
De pronto, un estruendo de cascos y ruedas anunció la llegada del carro. Era una estructura robusta y adornada, con ruedas de metal que chirriaban levemente al avanzar por las calles empedradas. Sobre ella, Thilas Terra, el gobernador de Dymora, vestía su uniforme rojo brillante, bordado con hilos dorados que relucían bajo el sol. A su lado, su consejero Eldrin, con su larga barba blanca y mirada profunda, mantenía la compostura firme y serena, símbolo de sabiduría y guía.
Los guardias custodiaban el vehículo con paso firme y miradas vigilantes, mientras la multitud se abría respetuosamente para dejar paso. El aire se llenó de vítores, aplausos y cánticos. Gritos de “¡Por Dymora!” y “¡Por la paz!” resonaban por las calles.
Ratt y Bat, desde lo alto de los tejados, seguían el paso del carro con los ojos atentos y el corazón acelerado. Se empujaban el uno al otro para no perder detalle, señalando entre la multitud a conocidos y familiares que se agolpaban para saludar.
Finalmente, el carro se detuvo en la plaza y Thilas saludó a la gente con un gesto amplio de la mano. La alegría y el fervor inundaban el ambiente, mientras los músicos comenzaban a tocar melodías tradicionales que invitaban al baile y a la celebración.
Pero la ceremonia no era solo una fiesta. Era también un rito solemne. Thilas Terra debía partir esa misma tarde por el Camino de Nirvana, el vasto sendero de arena que atravesaba el desierto, para encontrarse con el gobernador de Elaris y renovar el tratado de paz.
El sol alcanzaba su cenit cuando el gobernador subió de nuevo al carro. La multitud volvió a abrirse, dejando un pasillo de respeto y esperanza. El carro comenzó a avanzar hacia las puertas de la ciudad, con los guardias firmes a su alrededor, y Eldrin junto a Thilas, meditando en silencio.
Desde los tejados, Ratt y Bat siguieron la lenta marcha, sintiendo cómo la emoción se mezclaba con una punzada de tristeza: la partida de su líder significaba también la ausencia de protección, aunque momentánea.
Cuando la silueta del carro y los guardias se hizo pequeña, perdiéndose en el horizonte del desierto, la multitud contuvo el aliento. Las enormes puertas metálicas comenzaron a cerrarse, bloqueando el acceso y encapsulando Dymora dentro de su cúpula protectora, esa que les proporcionaba aire, protección y un clima decuado. Donde a veces se condensaba el aire y creaban lluvias cortas, para crear un microclima en la ciudad.
El murmullo de la gente se apagó poco a poco, hasta convertirse en un suspiro colectivo.
Pero justo cuando las puertas estaban a punto de cerrarse completamente, un ruido sordo y apresurado irrumpió entre la multitud. Un niño apareció corriendo del desierto, esquivando a los guardias, levantando polvo y haciendo sonar las piedras bajo sus pies descalzos.
Era un niño con ropas sucias y rotas, la piel quemada por el sol, el cabello desordenado y los ojos llenos de una mezcla confusa de miedo, determinación y cansancio. Su cuerpo parecía frágil pero su paso era decidido.
La multitud se detuvo, el aire pareció congelarse. Murmullos nerviosos se convirtieron en preguntas susurradas:
—¿Quién es ese niño?
—¿De dónde viene?
—¿Cómo ha entrado?
Dos guardias se apartaron rápidamente de la fila y comenzaron a avanzar hacia él, con las manos apoyadas en sus armas.
—¡Alto ahí! —ordenó uno con voz firme—. ¿Quién eres? ¿De dónde vienes?
El niño no respondió, solo los miró con una expresión que mezclaba desafío y esperanza, como si estuviera buscando una última oportunidad.