La niña de las estrellas

CAPÍTULO 2

DECISIONES EN LA SOMBRA

La noche estaba viva, furiosa y sin tregua. La tormenta azotaba la ciudad de Elaris con una violencia casi bestial, cada gota de lluvia estallando contra el metal, la piedra y el cristal como si quisiera desgarrar todo a su paso. El cielo, un vasto lienzo gris oscuro, parecía desplomarse en un abismo sin fin.

En una sala apartada, desprovista de la ostentación que cualquiera podría imaginar en un gobierno de avanzada, el ambiente era de una austeridad casi brutal. Las paredes mostraban el paso del tiempo: manchas de humedad, pintura descascarada, cables a la vista y grietas profundas que parecían extenderse como venas negras. Una única lámpara colgaba del techo, su luz amarillenta y temblorosa iluminaba un escritorio raído, sobre el cual descansaban papeles arrugados, una tableta holográfica con datos y un vaso con restos de bebida oscura.

Rhett Calder, gobernador de la ciudad de Elaris, estaba sentado en una vieja silla de madera, encorvado, con los ojos hundidos en sombras profundas. Su rostro, marcado por el estrés y la culpa, apenas se movía mientras contemplaba la lluvia caer tras una ventana cubierta de gotas y suciedad. Su voz, cuando habló, parecía raspar las paredes.

—Los números no mienten —dijo, sin levantar la vista—. La economía está al borde del colapso. La población se está agotando. Cada día hay más niños, menos esperanza. Los colegios están saturados, no hay espacio ni energía para más. La pirámide poblacional está invertida.

Malric, su consejero, permanecía de pie frente a él, con la hojas y escritos delante de él. Sus manos temblaban ligeramente.

—No hay forma de sostener esto —murmuró Malric—. La ciudad avanza hacia un abismo, y nadie parece dispuesto a frenarla, y ante todo esto, tenemos la ceremonia en apenas dos días.

—Las familias más pobres —dijo Rhett, cortando el aire con una voz dura, casi metálica— serán nuestra clave.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Malric, sin poder disimular el temblor en su voz.

—Tenemos un sector de la ciudad, que no se aguanta económicamente, un parte de la población que no tiene empleo y sobrevive —respondió Rhett, fijando ahora sus ojos en Malric— Consigamos desacernos de ellos o de sus hijos. En secreto, liberaremos un grupo. Un exilio.

El silencio que siguió fue pesado, como si la misma habitación contuviera el aliento para no revelar la verdad.

—El desierto —continuó el gobernador—, ese páramo infame que separa nuestras dos ciudades. Allí fuera, pueden buscar su supervivencia. Ellos creerán que se dirigen a una esperanza: una ciudad al otro lado, llena de promesas.

Malric tragó saliva, sintiendo que el suelo se abría bajo sus pies.

—Una mentira —susurró—. ¿Les mentiremos, sabiendo que no hay esperanza?

—La verdad es peor —replicó Rhett—. Si conocen su destino, habrá caos, revueltas, sangre. La ciudad no puede permitírselo. No aún. Empezemos con sus hijos, aquellos que no estan integrados en la sociedad, que no van a la escuela. Demosles una recompensa por ellos. Equilibraremos la balanza.

Un relámpago iluminó la habitación y en ese instante, las sombras de ambos parecieron fundirse con la oscuridad misma. Fuera, la tormenta rugía como un monstruo despierto, y dentro, la semilla de la traición y la muerte había sido sembrada.

Más tarde, cuando la tormenta comenzaba a amainar pero la noche seguía densa, Malric se adentró en las profundidades del cuartel general de los guardias. Pasillos estrechos, con paredes húmedas y oxidadas, resonaban bajo sus pasos pesados. La luz era escasa, sólo lámparas parpadeantes que proyectaban sombras erráticas, alargando las figuras como fantasmas.

En la sala de reuniones, el General Kael Verran esperaba. Su presencia era imponente, una mezcla de autoridad fría y experiencia marcada en cada línea de su rostro curtido. Sus ojos oscuros destellaban con una mezcla de cansancio y dureza. Hacía apenas un instante había llegado de la taberna, donde el aire estaba impregnado de alcohol y murmullos tensos.

—He escuchado el plan del gobernador —dijo Kael con voz grave—. Sé que es necesario, pero no por eso menos brutal.

—No hay otra opción —replicó Malric—. La ciudad se desmorona. Sin medidas drásticas, caeremos.

Kael se frotó la barba incipiente, como intentando borrar pensamientos que prefería no tener.

—Tengo un preso que podría unirse a ese grupo —declaró en voz baja—. Jack. Arrestado por desobediencia y por poner en duda las reglas. No pasará por el juicio de los maestros. Será exiliado directamente.

Malric sintió que su corazón se aceleraba y la garganta se cerraba.

—¿Estás seguro de que es necesario? —preguntó con voz ronca.

—Las reglas son claras —respondió Kael—. En esta ciudad, la obediencia es ley. Si no la cumples, el precio es la muerte en el desierto.

—Mañana, a la noche —anunció Malric— iniciaremos el proceso. Iremos por las familias que hayan aceptado. No puede haber fallos.

Kael asintió, y la tensión entre ellos era tan palpable que parecía quemar el aire.

En las horas más oscuras, Malric descendió hacia los calabozos, un laberinto de sombras y desesperación. El olor a humedad, a sudor y a miedo era casi insoportable. Las paredes de piedra rezumaban frío, y las rejas de las celdas vibraban con el eco de voces apagadas y sollozos lejanos.

Allí, en una celda estrecha y oscura, se encontraba Jack. Su figura encorvada, con la ropa rasgada y manchada, parecía pequeña en el espacio opresivo. Pero sus ojos brillaban con una mezcla de rabia contenida y desesperanza.

Malric se acercó lentamente, el sonido metálico de sus botas resonando en el corredor vacío.

—Te han condenado al exilio —dijo con voz dura—. No habrá juicio. No pasarás por los maestros. Mañana serás enviado al desierto. A morir o a encontrar esa ciudad llamada Dymora.

Jack levantó la cabeza, enfrentando la oscuridad con una determinación que casi era un grito.



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En el texto hay: aventura, juvenil adolecentes, politica y guerra

Editado: 05.07.2025

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