El silencio en el santuario de las cavernas es tan denso que parece envolverse alrededor de mí, como una manta opresiva. Las paredes de roca, iluminadas por antorchas parpadeantes, están cubiertas con grabados antiguos, símbolos que no entiendo pero que parecen hablar de una historia más antigua que el tiempo mismo. Al fondo de la caverna, bajo un dosel de estalactitas que cuelgan como dientes petrificados, yacen Los Maestros, figuras antiguas y serenas, los guardianes del conocimiento perdido de los dragones. O bien, los que cuidan nuestros saberes ancestrales de personas como las que ahora atacan porque es lo único que saben como alternativa.
Thorian está a mi lado, con su rostro tenso y marcado por la batalla. Sus ojos azules, esos ojos que alguna vez fueron tan humanos, ahora tienen un brillo diferente, una chispa que parece encerrar la furia de una tormenta contenida. Ignis está acurrucado a mi pecho, su calor es lo único que me mantiene firme mientras me preparo para escuchar lo que Thorian tiene que decir.
—Kelen —dice Thorian, su voz profunda resuena en el aire denso del laberinto de cuevas—, estamos en un punto de no retorno con lo que sucede allá afuera. Hemos discutido todas las alternativas, todas las formas posibles de coexistencia y ya no queda ninguna opción que no implique la guerra contra la humanidad. Una que se ha mantenido en vilo durante siglos y que no puede sostener más un llamado de paz.
Mi corazón se tambalea ante sus palabras, pero sé que son ciertas. Puedo sentir la desesperación en su tono, la verdad ineludible de lo que está por venir.
—Los Maestros han hablado desde su eterna sabiduria—continúa Thorian, señalando a las figuras silenciosas y solemnes que nos observan con ojos impenetrables—. Y han decidido que ya no podemos quedarnos al margen. No habrá otra oportunidad. Los dragones deben salir a exterminar a los humanos, deben pedir un alto al fuego en sus propios términos, aunque haya bajas que lamentar, hasta que los humanos entiendan la necesidad de supervivencia de ambas especies…si es que tal entendimiento llega a ser una opción en su momento.
—¿Exterminarlos?—repito, con mi voz apenas un susurro, quebrada por la incredulidad y el miedo—. Thorian, ¿te escuchas a ti mismo? ¡Estamos hablando de vidas, de miles, millones de vidas humanas!
—¿Y qué hay de las vidas que ellos han destruido? Además no hablo de un extermino total, sino de un proceso de selección a quienes aprecian la vida en la diversidad sin que haya especies superiores a otras—replica, con su tono cargado de un dolor que apenas puede contener—. Los humanos son los extranjeros en nuestra Tierra, Kelen. Siempre lo han sido. La Tierra no les pertenece. Pertenece a los animales, a las plantas, a los minerales y a los seres mitológicos que los humanos exterminaron a lo largo de los milenios. Esta guerra no se trata solo de dragones, se trata de todas las criaturas que los hombres han empujado al borde de la extinción, de las voces que han silenciado, de la sangre que han derramado en nombre de una supremacía absurda autoimpuesta y de las tierras que han despojado. El lobo es un lobo para el hombre…
Miro a Thorian, su figura imponente bañada en la luz trémula de las antorchas. Hay una furia latente en él, una chispa de una ira que ha ardido por siglos. Pero también hay dolor, una herida profunda que parece que nunca sanará.
—Thorian... —susurro, apretando a Ignis contra mi pecho—. Si hacemos esto... si dejamos que los dragones se desaten sobre la humanidad, no habrá vuelta atrás. Muchos inocentes morirán. La guerra arrasará como un alud. No solo habrá bajas, será una masacre. Los humanos responderán con todo lo que tienen, con armas de destrucción masiva, con bombas y venenos, hay antecedentes de daños a nivel nuclear... destruirán todo a su paso. Incluso a los inocentes.
—Los inocentes ya están muriendo, Kelen, cada día, por culpa de sus propios líderes y sus decisiones codiciosas, ellos mismo terminan con los suyos todos los días y no quieren reconocerlo—responde Thorian, y su voz tiembla ligeramente, como si luchara por mantener la compostura—. Se matan entre ellos por territorios, por ego, por poder, por riquezas que sacan de las entrañas de esta tierra sin pensar en el daño que hacen. Han devastado bosques, han drenado océanos ahora inútiles, han arrasado las montañas por minerales y han hecho desaparecer a criaturas míticas solo porque no encajaban en su visión limitada de la realidad a tal punto que ya ni siquiera se sabe qué fue real y qué no.
Sus palabras caen sobre mí como un golpe. No puedo evitar pensar en los cientos de historias que he oído, de especies perdidas, de tierras destrozadas, de un planeta que agoniza bajo el yugo de una humanidad que lo explota sin piedad.
—Lo entiendo, Thorian, créeme que lo entiendo —respondo, con mi voz quebrándose por el peso del temor y la tristeza, por un futuro posible para mi hijo—, pero hay otra manera. Debe haber una manera de hacerles entender sin destruirlo todo. No puedo creer que la única solución sea el exterminio mutuo.
Thorian me mira con esos ojos azules que ahora parecen contener la furia de todos los dragones que han existido. Por un momento dudo si realmente su mirada siempre fue de ese tinte azulado…
Los Maestros a su espalda se mantienen impasibles, observando como jueces eternos, sus rostros tallados por el tiempo en una mezcla de sabiduría y dolor acumulado a lo largo de milenios.
—Ellos nunca entenderán, Kelen, a menos que los obliguemos a entender—dice finalmente, y sus palabras son como un eco de una sentencia sellada—. Ellos necesitan sentir el miedo que nosotros hemos sentido. Necesitan comprender que no están por encima del equilibrio de la naturaleza, que no son los dueños de este mundo. No todos. Los líderes del caos, del ego y de la codicia. Si para eso los dragones deben volar y arrasar sus ciudades como ya arrasamos sobre algunas cabezas, entonces que así sea. Tal vez así, en la ceniza y en el polvo, aprenderán a respetar lo que han desechado durante tanto tiempo y que la respuesta al caos no es más caos.
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Editado: 29.10.2024