La Orden de los Vigías

PARTE 1

—No te muevas— ordenó ella.

            El la miró de reojo, tirado boca abajo en medio del polvoriento desierto. No tenía intenciones de confiar en nadie, ni tampoco de obedecer a aquella mujer, pero ella extrajo un enorme cuchillo de flamante hoja de entre sus harapientos ropajes, y él lo pensó dos veces antes de moverse.

            —Vienen hacia aquí— dijo ella, escrutando la polvareda en la lejanía, y luego: —¿Te buscan para matarte?

            —Sí— dijo él, tenso al sentir que ella apoyaba el cuchillo descuidadamente sobre su cuello.

            Permanecieron un momento en silencio. Ella, meditando para tomar una decisión. Él, calculando qué tanto faltaba para que los matones de la reina llegaran a ese lugar.

            —No te muevas— repitió ella—. Te ayudaré— decidió al fin.

            El la miró sin comprender. Una mujer no podía tener el poder para detener a los salvajes de la reina, ni siquiera con aquel enorme cuchillo. Más que ayudarlo, le pareció a él que ella iba a entregarlo a los gorgs. En fin, de todas formas no había hacia dónde correr: el desierto se extendía con una aridez desoladora por doquier. Era mediodía, y el calor del sol calcinaba las rocas.

            Él estaba empapado en sudor al igual que ella, y el polvo se pegaba con facilidad a su piel y a sus vestimentas.

            Así era vivir en aquella era de retroceso y barbarie, siempre bajo aquel rayo de sol calcinante y maligno. Con la radiactividad flotando amenazante, con la añoranza de otros tiempos civilizados. ¡Civilizados! La sola palabra causaba risa... y lágrimas. ¡Tan civilizados que habían llegado a aquello!

            La mujer hurgó entre sus caderas y extrajo una botellita de un material extraño. La destapó y echó un poco de su contenido en el cuello de él. El se estremeció, el líquido estaba frío y temía que fuera algún veneno.

            —¡Quieto!— lo urgió ella— ¡Se acercan!

            En efecto, ya se escuchaba el rugir de las motocicletas.

            —¡Confía en mí! No te haré daño— agregó ella. Y así diciendo, echó otro poco de líquido en el cuchillo.

            —¡Sácate la chaqueta!

            —¿Qué?

            —¡La chaqueta! ¡Vamos! ¡Pero no te muevas!

            El estiró los brazos hacia atrás y cruzó la mano derecha por la espalda para alcanzar su puño izquierdo. Ella le ayudó y tomó la prenda entre sus manos, oliéndola:

            —Es buen cuero— comentó.

            —¿Para qué...?

            —Sh sh sh— lo silenció ella, poniéndole la mano con que sostenía el cuchillo en la boca. El se calló y por primera vez vio el líquido que ella había estado vertiendo: era rojo, rojo como la mismísima sangre.

            —Tranquilo, no te haré daño— volvió a hablar ella.

            Tomó el cuchillo con firmeza y rasgó la camisa de él con destreza. Luego echó más de aquel líquido en la rajadura y guardó su botella.

            Los gorgs ya estaban muy cerca. Él había decidido confiar en ella.

            Detuvieron sus ruidosas motocicletas al lado de la pareja y pasearon una mirada desafiante por el lugar, se sentían los amos del desierto. ¡Pobres idiotas!



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En el texto hay: historiacorta, postapocaliptico

Editado: 10.08.2018

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