La Orden de los Vigías

PARTE 10

Hacía tiempo que Art se había sentado en el suelo de la celda, cansado ya de caminar de un lado a otro sin que se le ocurriera ningún plan para escapar. De pronto, su última esperanza se disipó al escuchar que la pesada puerta se abría y Carla era arrojada dentro. La puerta se volvió a cerrar, para desesperación de Art, antes de que pudiera siquiera reaccionar.

            Carla, arrodillada en el suelo, lloraba desconsolada. Art, enternecido, se acuclilló junto a ella y le acarició el cabello, tratando de calmarla.

            —Todo salió mal— lloriqueaba Carla—. Fui una imbécil al confiar en Alexandra.

            Luego levantó los ojos llorosos hacia él y susurró:

            —Lo siento. Lo arruiné todo.

            Art sólo le sonrió con dulzura:

            —Sé que hiciste todo lo posible. No te angusties.

            —No quiero morir, Art.

            —¿Y acaso crees que yo sí?

            —¿Qué vamos a hacer?

            Art sabía que tarde o temprano llegaría esa pregunta, para la cual, lamentablemente, no tenía ninguna respuesta.

            —Maldito el día en que nací— dijo ella, agobiada.

            —No maldigas— le dijo él—. Estoy seguro de que hubo buenos momentos en tu vida, y eso nadie te lo puede quitar.

            —Tal vez.

            —Me duele mucho verte tan infeliz. Si hubiera algo que yo pudiera...

            —Art...— lo interrumpió ella—. ¿Harías el amor conmigo?

            —¿Qué?— exclamó él, sorprendido.

            —Como una despedida. Por favor...— suplicó ella—. Lo que siento por ti no lo había sentido nunca por ningún hombre. Creo que es lo que llaman enamorarse. Si puedo amarte con todo mi ser, por primera y última vez, creo que podré morir con el recuerdo más bello de mi vida en mi memoria.

            Art sonrió dulcemente ante aquella declaración:

            —¡Oh, Carla! ¡Dulce niña! Ven aquí a mi lado— le dijo, abrazándola.

            Y por un momento infinito, olvidaron la angustia y la perspectiva de la muerte cercana. Y Art y Carla experimentaron un gozo nunca antes vivido, como si siempre hubieran sido el uno para el otro. Cada caricia llegaba en el momento justo y de la forma esperada, cada mirada y cada palabra reflejaban una luz que no existía en aquella oscura celda. Algo que iba mucho más allá de lo físico los unía con lazos invisibles y los comunicaba de una forma transparente y pura. En aquellos instantes, la negra realidad se borró por completo, y ya nada les importó, excepto el tenerse el uno al otro hasta el fin.

            Unas horas más tarde, la puerta de la celda volvió a rechinar, y Art y Carla suspiraron resignados a su suerte, la hora había llegado.

            Pero ante su sorpresa, quien apareció en el umbral no fue ni el Vigía Mayor ni ninguno de sus verdugos, sino Alexandra.

            —¿Qué...?— comenzó Carla, sorprendida, pero Alexandra se llevó el dedo índice rápidamente a los labios y su amiga se quedó en silencio.

            —Tenías razón, tenías razón en todo...— murmuró Alexandra a su oído—. He venido a sacarlos de aquí.

            Alexandra no había aguantado la curiosidad y la duda, y después de robar la llave a su padre, había ido al depósito de alimentos, sólo para encontrarse con el cadáver de Lianne y con otros, pertenecientes a queridos amigos suyos. Espantada, y tratando de contener la náusea, había huido del lugar, y luego de calmarse, había ido a la cocina a preparar un brebaje para los guardias de las mazmorras. Estos se sorprendieron al verla allí, pero ella se mostró segura en todo momento. Les hizo creer que estaba al tanto de todo y que sólo le daba lástima que ellos tuvieran que estar plantados allí durante tanto tiempo, vigilando, así que había pensado en traerles algo de beber. Los guardias estuvieron muy complacidos ante el gesto y bebieron sin desconfiar.



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En el texto hay: historiacorta, postapocaliptico

Editado: 10.08.2018

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