—En buen lugar te ha dado eeeh, venga dame un mazo—dijo Porfirio riéndose.
—AUAUAUAUAUAG —respondió Bonifacio intentando ponerse en pie.
Acto seguido le cedió un mazo, Porfirio dió un golpe al saco y dejó de moverse.
—Era bien testaruda ella— dijo Porfirio.
Bonifacio asintió.
Siguieron por el camino de vuelta al barco. La mitad del pueblo estaba incendiado. Los pocos habitantes que quedaban huían como ratas al verlos pasar aunque las verdaderas ratas fuesen ellos.
Encontraron a un compañero por el camino. Llevaba dos saquitos llenos de oro con los que hacia malabares por el camino para entretenerse. Era un hombre delgado, con una gran coordinación de las manos, además de que parecía ser sumamente ágil.
—¡Eh Santiago! ¿Nos echas una mano? Esto cuesta cogerlo —gritó Porfirio
—¿Qué es?— interrogó Santiago.
—Miralo tu mismo—contestó abriendo la bolsa.
Sus ojos se iluminaron al contemplarla. La sacó de la bolsa como un muñeco de trapo y la puso sobre su hombro.
-—¿Qué haces?—preguntó Porfirio
—Así es más cómodo llevarla, además así hecho un vistazo antes de entregarsela al capitán. No tendremos mucho tiempo, ya sabes lo que hace cuando se aburre —contestó Santiago
—UHUHUHUH— sollozó Bonifacio
—Si, es una auténtica pena— contestó Porfirio.
Los tres piratas siguieron su camino hasta llegar al muelle.
Sus compañeros subían oro y baúles de ron y vino al barco.
La vela bailaba de forma estruendosa de forma que cantaba con las olas del mar para callar los gritos y risas de los hombres.
Pasaron por el medio de ellos intentando subir rápido al barco. Ya no hacían falta la melodía para callar los gritos y las risas.
Todos les inspeccionaron a ellos y a su carga. ¿Una rehén? ¿No habían conseguido oro? ¿Que diría el capitán?
Santigo procedió a subir al barco sin hacer caso de las miradas de sus compañeros.
Porfirio siguió detrás suya para encargarse de que no se llevase el mérito mientras que Bonifacio disfrutaba un poco de la atención que habían generado.
Porfirio temblaba más que todas las velas juntas cuando apuntan al viento.
Era un osado, no había conseguido oro.
Su vida corría más peligro que cuando se enfrentaba a otros barcos.
Ahora, su capitán era lo único que podía decidir si vivía o moría. Era un hombre avaricioso. Quería todo para él y nadie debía infravalorarle.
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Relamió sus dedos antes de pasar la hoja. El movimiento del barco bañaba los faroles de cera caída.
Jakar persistía en intentar leer el libro por mucha dificultad que tuviese.
Estaba intrigado por las leyendas marinas de bellas sirenas y los temibles mitos de criaturas malignas que acechaban el fondo del océano.
Necesitaba encontrar una sirena. Quería ser hechizado por sus cantos y descubrir qué pasaba si estas le cogían y le llevaban con ellas.
Su tren de pensamiénto fue disuelto por unas tímidas llamadas a la puerta.
—Adelante— contestó frustrado.
Porfirio entró paulatinamente sujetando una gorra entre sus manos intentando esconderse tras él.
Se acercó al escritorio donde se situaba su superior y tragó saliva con nerviosismo.
—Ca... ¡Capitan!... No he conseguido oro...—intentó decir Porfirio
—¡Que no has traído oro! ¡Vete! No vuelvas hasta que encuentres oro— dijo amenazándole con un marcapáginas.
—Pe... Pero.
—¿Pero qué?
—Te hemos traído...— dijo mirando a la puerta.
Acto seguido Santiago y Bonifacio entraron por la puerta. Santiago sujetaba a su carga sonriente pero rápidamente cambió a una cara más seria delante de su capitán.
Este señaló a su cama para que dejasen a la joven ahí.
Jakar se levantó con inquietante lentitud a la vez que cogía una copa de oro que contenía un caro vino y se lo llevaba a sus labios.
Los hombres se alinearon enfrente de la muchacha que permanecía inmóvil por el golpe que le habían dado.
Jakar dió más vueltas a la copa y tiró su contenido a la cara de la joven. Haciendo que se despertase al instante.