Charice nunca había sido de montar a caballo. Aprendió de niña porque su hermano mayor no tenía nada mejor que hacer que enseñarle a montar a una niña, así que no le quedó de otra. Luego solo había utilizado carruajes, nunca le pareció necesario volver a montarse en uno. En las ciudades solo los hombres hacían uso de los caballos, las mujeres normalmente se movilizaban en carruajes. Pero en ese lugar montar era necesario, para su mal gusto. Después de todo estaba en el oeste del país, ahí crecían entre caballos y era mucho más práctico.
Cuando quiso rentar un nuevo carruaje, porque el de ella tuvo un accidente en una rueda al entrar a La Perla, y se dio con la sorpresa que nadie rentaba carruajes ahí, estuvo a punto de estallar. No le iba a quedar otra que ir montando hasta la hacienda de ese tal Morgan.
Al principio no sabía bien ni lo que estaba haciendo. Los hombres que contrató la ayudaron a subir y uno hasta tuvo que agarrar las riendas. Sintió deseos de acabar con todos apenas tuviera la oportunidad, el único que sabía comportarse era el otro guardia que trajo consigo de Washington. Los demás eran unos ordinarios que ya ni esconder sus risas de burla podían cuando ella intentaba montar decentemente ese maldito caballo.
En ese lugar nadie la respetaba, nadie la conocía y el apellido de su esposo no significaba nada, tenía todas las de perder. Y aún así estaba decidida a seguir adelante con su venganza, tenía que acabar con Orlando, se lo había jurado. Mientras montaba sentía algunas miradas curiosas sobre ella, algunas se reían discretamente pues no estaba adoptando una forma de montar decente. Vio a otras mujeres, se notaba eran todas unas damas que montaban de una forma hasta señorial. De lado, espalda firme, mirada en alto, delicadas. Y ella apenas podía sostenerse de ese maldito caballo por temor a que la eche, el corcel ya se había mostrado reacio a dejar que se suba.
Pero esa pesadilla se iba a terminar pronto ni bien cumpla su objetivo. Una vez salieron del pueblo Charice se sintió más tranquila, alejada de las miradas de la gente y de las burlas. A pesar de lo furiosa que la puso toda esa situación tenía que calmarse y ordenar sus pensamientos. Había planeado con cuidado todo, Steve le había advertido que ese Joseph era un tipo inteligente al que no sería fácil engañar. Iba a tener más cuidado de lo normal, iba a hacer uso de todas sus dotes de actriz que había desarrollado con los años. Y por supuesto, había imaginado cuales podrían ser las respuestas de Joseph que la descolocaran y como podría responder ante ellas.
Uno de los hombres le avisó que estaban cerca, ella solo asintió. Se llevó sin querer la mano a la altura del cuello. No podía olvidar esa noche y el terror, sentía a veces la sensación de ser ahorcada, esa sensación la asaltaba en sus pesadillas en ocasiones. Respiró hondo y se quitó el miedo de encima. Al fin el causante de aquello iba a pagar caro no haberla matado cuando debió.
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Joseph tenía un día ocupado. No solo por la cuestión del ataque de Cordelia a Jennifer que lo preocupaba, sino por los asuntos de la hacienda. Irse tanto tiempo solo provocó que algunas cosas no salieran tal como él esperaba. Se pasó varias horas revisando documentos, cargos y demás inventarios. Señalaba cada error y luego se dedicaría a supervisar aquello con calma. Con el pasar de los días iba a sentirse más tranquilo, aunque de momento no podía concentrarse en otra cosa que no fuera trabajo.
El asunto de la boda con Jennifer estaba ya arreglado. La fecha la tenían programada, la Iglesia y todo lo demás pagado. El vestido de novia que fue diseñado hace unos meses estaba ya por terminar de confeccionarse y solo harían falta unas últimas pruebas y tomar nuevamente las medidas. En cuanto a la fiesta eso no era cosa de preocuparse, bastaba con él dando una orden para que eso se cumpliera. Y en cuanto al asunto de la luna de miel él ya se había encargado. No había tenido tiempo de conversarlo con Jennifer pues había estado alterada con toda la situación, pero Joseph había comprado unos boletos en primera clase para cruzar el océano con ella y tener un encantador viaje por Europa. Sabía que a ella eso le iba a gustar, o al menos era lo que esperaba.
Estaba terminando de revisar unos documentos cuando el ama de llaves tocó la puerta y él hizo un gesto para dejarla pasar. No la miró por un instante, pensó que le iba a llevar otro café como siempre lo hacía cuando lo veía trabajar mucho, pero la mujer avanzó despacio y en silencio hasta quedar frente a él.
—Señor, tiene visita.
—¿Visita? No estaba esperando a nadie y ahora mismo estoy muy ocupado. ¿Se puede saber quién es?
—Es la señora Charice McKitrick.— Joseph levantó la mirada incrédulo un instante. El apellido le era familiar. Demasiado. No tenía idea de qué podía querer esa mujer con él o si acaso la conocía de algún viaje a Washington. Pero Joseph sabía exactamente quién era ella.
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Editado: 08.01.2020