Charice solo había tenido miedo dos veces en su vida. La primera cuando Orlando casi la mata aquella noche, y la segunda cuando Jennifer Deschain la golpeó y la amenazó con un arma. También tuvo la certeza de su muerte aquella vez, alrededor había un tiroteo y nadie acudía a su rescate, no había escapatoria. Estaba sobre ella mirándola con odio, iba a dispararle en cualquier momento y todo iba a acabar. Cuando alguien llegó a su rescate y la chica se apartó por un instante se sintió a salvo, pero luego llegó la amenaza.
Aunque ella era una mujer poderosa casada con un hombre importante de mucho dinero, y se suponía que no debería temerle a una jovencita salvaje de un pueblo perdido en el oeste, en verdad creyó cada una de sus palabras. Ya tenían a Orlando, él había dejado de ser un problema, su venganza se había consumado al fin después de varios años. Pero se había ganado una nueva enemiga.
"Deja de pensar en eso, es una mocosa infeliz. Se va a casar con el tal Morgan y él no permitirá que salga de ese maldito pueblucho". O al menos eso esperaba. Charice cogió de nuevo el maquillaje y despacio se puso un poco de polvo en el rostro. Había mejorado, pero seguía viéndose terrible. No pensaba salir de la mansión McKitrick ni recibir visitas hasta volver a ser la misma. Si hace unos años Orlando le dejó la marca de sus dedos en el cuello, Jennifer le había dejado el rostro morado de tantos golpes que le dio.
Durante todo el camino de regreso a Washington usó un velo y alejó todos los espejos. Solo se había visto una vez y fue suficiente para que entrara en histeria. Por poco destroza toda la habitación de la posada donde estaban si no fuera por su guardia personal quien fue el único que entró a detenerla.
—Son solo golpes, señora. No le ha desfigurado el rostro, la hinchazón bajará poco a poco, ya verá.
—¡No puedo salir a ningún lado así! —intentaba serenarse, sabía que era lógico lo que decía, pero ver su rostro tan horrible la desesperaba.
—Ya ve lo que le dije, señora. Tenía que cuidarse, el oeste es tierra de salvajes. Y esa muchacha parecía un animalillo más.
—Ese condenado Steve debió matar a esa perra infeliz cuando la tuvo en tus garras, esa maldita...—se sentía rabiosa. Jennifer era una chiquilla, tendría la edad de Amelie cuando murió, quizá un poco más. Y aún así le parecía peligrosa, sabía que soltó esa amenaza en serio y que tarde o temprano la tendría de nuevo en su vida.
—¿Quiere que alguien se deshaga de ella?— No respondió aquella vez, la verdad esa parecía una idea tentadora. Mandar a matar a esa mujer, acabar con la amenaza a tiempo.
Descartó la propuesta, no era en Jennifer en quien debía de concentrarse. Era una chiquilla después de todo, ¿qué podría hacerle? Ya no estaría en su territorio y no pensaba volver al oeste nunca más. Ahora lo importante era que Orlando iba camino a Washington y que su esposo se encargaría de ponerlo en el lugar que le correspondía. No quería amargar su triunfo pensando en Jennifer, tenía que alegrarse.
Al fin lo había logrado. Orlando estaba pagando lo que le hizo, se estaba arrepintiendo de no haberla matado. Sabía que el viejo miserable de su esposo se encargaría de él, que lo pondría en el lugar que le corresponde y haría sus días miserables hasta que él decida acabar con su vida, o simplemente no resista y muera.
Pero ella había hecho algo aún mejor, lo apartó de las personas que amaba. Y los haría sufrir. No había dejado pistas que les hagan creer que Orlando podría estar vivo en algún otro lado y mantengan la esperanza, al contrario, se encargó de que lo creyeran muerto de la peor manera. Ellos llorarían por años su muerte y serían infelices, Orlando lo sabía y sería aún más desgraciado. Lo conocía bien, era un tonto sentimental después de todo. Puede que las heridas físicas no le importaran para nada, después de todo era un hombre fuerte. Pero lo que le iba a doler en el alma hasta el fin de sus días era saber que los que amaban lo creían muerto y lloraban por él. Decirle eso había sido un toque brillante.
Cuando Charice llegó a Washington la hinchazón de su rostro había bajado bastante, pero aún así era notorio que recibió una paliza. Delante de su esposo se hizo la víctima y le dijo que una mujer amante de Orlando la golpeó, pero no dio más detalles. Para el viejo McKitrick ella era una heroína que se había arriesgado en ir hasta tan lejos solo para traer a Orlando y hacer justicia en nombre de Amelie. No le costó mucho interpretar el papel que llevaba con maestría hace varios años, el de la madrastra dolida, la esposa ejemplar, la mujer ideal. El hombre la colmó de atenciones y obsequios, ella los recibía siempre con modestia y ansiaba el día de poder usar todo lo nuevo que tenía.
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Editado: 08.01.2020