En una tarde como cualquier otra, Charice salía a tomar el té con sus amigas y pasaban buen rato hablando de algunas obras de beneficencia, ¿y por qué no? Algunos chismes suculentos de la alta sociedad en Washington. Aunque en realidad no podría llamarlas "amigas", ella no tenía amigas. Para Charice, ellas eran solo mujeres con las que tenía que ser agradable y simpática pues no le convenía enemistarse con nadie. Llevaba toda una vida fingiendo ser carismática y una excelente persona; puede que todo alrededor se estuviera desmoronando, pero ella aún tenía que mantener las apariencias. La gran señora Charice McKitrick no iba a acabar como una mujercita cualquiera. Ella no perdería la clase y se iría tan fina como siempre.
Aunque no sabía en qué momento iba a huir de toda esa desgracia. Aaron estaba en la cuerda floja, gente que trabajaba para él había caído, todos sabían que era cuestión de tiempo para que las influencias del hombre dejen de funcionar. Presionados por el gobierno, las autoridades acabarían por juzgarlo y condenarlo. Quizá lo más conveniente era matarlo, pero Charice también sabía que sería más fácil acusar a una pobre viuda de desviar fondos y le quiten todo lo que tanto esfuerzo le costó. Tenía que huir pronto, pero con Daniel desaparecido en el oeste no tenía idea de qué fue de su dinero o cómo podría recuperarlo.
Mientras Charice bebía el té de la tarde y sonreía al lado de sus acompañantes, pensaba en cómo dar un golpe a Aaron para poder escapar con buena cantidad de dinero que le sirva hasta que ella misma vaya a retirar sus ahorros. Su plan era ir a Europa, tenía pensado pasar una temporada en Austria. Aún se sentía joven y hermosa, no había llegado a los cuarenta. Estaba segura que podría cazar a otro viejo como Aaron, y ahora sería alguien con mejor posición. Quizá alguien de la nobleza, eso le vendría bastante bien.
Aún tenía muchos temas por los que preocuparse, como por ejemplo que Steve Reynolds no haya aparecido a reportar nada. Lo mandó a seguir a la insípida esa de Kathleen, y de verdad no creía que la vida de esa frustrada fuera lo suficiente interesante como para que Reynolds se tome tanto tiempo con ella. A menos que hubiera descubierto algo. ¿Y si estuvo en lo cierto? ¿Y si de verdad Ansel Seeley estaba vivo y esa chica lo cubría? Pensar en eso le daba escalofríos, pero si en caso Steve descubrió algo importante sobre eso entonces solo le quedaba esperar.
La conversación de esa tarde giraba en torno al matrimonio de la señorita Schmidt. Se rumoreaba que el adelanto de la fecha de boda no era porque los novios tuvieran prisa, eran los padres quienes necesitaban guardar las apariencias a toda costa. Temían que si esperaban un mes más la gente note el bulto en su vientre. Se decía que la chica estaba embarazada, solo eran rumores claro, pero con tantos chismes rondando por ahí era casi seguro. Charice apenas opinaba, intentaba mantener el interés en la conversación mientras su mente estaba en los problemas que se venían, cuando de pronto vio a alguien conocido entrar al restaurante. Por un instante se quedó quieta y paralizada, se nubló. No sabía qué hacer.
"Cálmate, tú puedes controlar esto. Ese hombre no ha venido acá para hacerte un escándalo, no se atrevería", se dijo intentando tranquilizarse. Las manos le temblaban cuando dejó su taza de té sobre el platillo en la mesa. Mantuvo la sonrisa y la postura relajada, aunque Charice estaba segura que se había puesto rígida. Peor aún cuando notó que ese hombre avanzaba directo a ella. Cuando sus miradas se cruzaron. Habían pasado años desde la primera y la última vez que se vieron. Ese día juraron guardar silencio acerca del trato que hicieron, y su presencia ahí solo quería decir una cosa. El trato se rompió y ambos corrían peligro.
Pronto las mujeres que la acompañaban notaron que alguien iba directo a ellas. Lo quedaron mirando, rumorearon entre ellas, las más jóvenes se sonrojaron. Quizá no era el típico hombre fino de la ciudad capital, pero sí que era apuesto. Tenía algo. Bueno, eso Charice siempre lo supo. Los hombres del oeste son fascinantes. Aguerridos, salvajes, rudos. Y excelentes en la cama. Apostaba a que este no era la excepción, y si no fuera porque de seguro la detestaba y estaba obsesionado con esa esposa que tenía, de ley que lo incluía en su lista de amantes.
—Señor Morgan, qué gusto tenerlo aquí —dijo ella muy amable y sonriente—. De verdad que es una sorpresa, ¿cómo no nos aviso que estaría en Washington? ¡Aaron se va a disgustar! —dijo con gracia, como si se tratara de una broma jovial—. Señoras, les presento al señor Joseph Morgan. Él es socio de mi marido en el oeste.
—Buenas tardes, señora McKitrick —la saludó él manteniendo el tono cordial, sonrió amable y encantador a las damas también. Le quedó más claro que ese tipo sabía bien como moverse en el juego de las apariencias cuando se le acercó y tomó la mano que ella le tendió para besarla a modo de saludo—. Y buenas tardes también para ustedes, mis señoras. Lamento interrumpir, pasé por aquí y al verla no dudé en saludarla. Tan encantadora como siempre.
—Lo mismo digo, señor Morgan. ¿Cómo se encuentra su querida esposa?
—Perfecta. De hecho, me sorprende que no la haya visto usted. Ella está hace unos días en Washington.— Escuchar eso la hizo palidecer, esa vez no pudo controlarse. De la forma más sutil y casual, Joseph acababa de lanzarle una revelación que no esperó para nada. Jennifer Deschain estaba en Washington, y no estaba bajo el control de su marido. ¿Qué quería decir eso? ¿Que estaba ahí para cumplir la amenaza que le hizo hace años? Aquella que aún le daba pesadillas, lo que intentaba negar. Pero en ese momento estaba paralizada, lo tenía todo claro. Jennifer estaba en Washington para matarla y podía aparecer en cualquier momento.
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Editado: 09.04.2020