La Perla
Algo dentro de él le gritaba que no debería estar ahí. Ansel sabía perfectamente que estaba equivocado, que aquello estaba mal y que no lo llevaría a ningún lado. Salvo quizá una breve ilusión de felicidad. De amor.
¿Estaba enamorado? No lo creía. Ilusionado quizá, pero decir amor era ir demasiado lejos. Sabía de todas maneras que cruzar la frontera y aventurarse en ese limbo de felicidad lo haría enamorarse, pero no estaba seguro de querer eso. Nadie anda por ahí con la intención de tener un amor prohibido, de arriesgarse a la ruina o al dolor.
Quizá él ya llevaba tiempo más allá de la frontera y no se daba cuenta. Aún así, Ansel no iba a aceptar que su corazón se hubiera enamorado de otra mujer que no sea Kathleen. Para él, aquella escritora siempre sería la única que colmaría su alma. La única, la mujer perfecta, la más maravillosa de todas. Era muy probable que nunca más vuelvan a estar juntos, y aún así su corazón siempre la tendría en el puesto más alto y hermoso.
Y si, era muy fácil pensar todo aquello, pero cuando tenía al frente a Melinda Tillman las cosas cambiaban. No podía razonar ni reflexionar sobre lo que estaba haciendo. Buscar excusas para pasar el rato cerca de ella se había convertido en su pasatiempo favorito. Aprovechando que Stuart Tillman estaba de servicio, él iba a la casona Deschain para cumplir la parte de su plan con Jennifer. Mientras la chica andaba haciendo de las suyas en Washington, él tenía que encargarse de investigar y preparar las pruebas para el nuevo juicio que se haría del caso de Roland Deschain. A veces hasta Damon aparecía por ahí, el abogado se encargaría de ese tema y Ansel lo apoyaba clasificando toda la documentación de las cartas que entregó Annie. Jennifer les dijo que hicieran todo eso en su casona, que Melinda los cubriría.
Pero cuando Damon se iba, él aprovechaba para acercarse un poco. Iba más temprano y siempre se iba lo más tarde posible. Apenas trabajaba, solo se dedicaba a mirarla o a escucharla. Melinda tampoco le era indiferente, la chica estaba tan ilusionada como él en lo que sea que estuviera pasando entre ambos.
La adoraba. Podía ser joven, pero tenía el carácter típico de su familia y eso lo volvía loco. Era educada, pero a veces se ponía hecha una fiera indomable que lo dejaba boquiabierto. Ansel pensaba con frecuencia que si había una mujer capaz de hacer que olvide a Kathleen, esa era Melinda. Era perfecta para él, excepto por el detalle de su matrimonio. Un gran detalle en realidad, algo que los separaba definitivamente. Él no quería ser un traidor. Jennifer le dio confianza y él no iba a romper eso metiéndose con su prima. Tampoco iba a hacer cornudo a Stuart, el chico era un oficial y una buena persona. ¿Quién en su sano juicio se metía con la esposa de un hombre armado del oeste, además? Solo él, que vivía para arruinarlo todo.
Tenía que irse. Damon estuvo en casa hace un rato y se llevó más papeles para examinarlo, le dijo que Elena lo esperaba para almorzar y que por eso no podía quedarse mucho tiempo. Él también tuvo la intención de irse, pero entonces Melinda le pidió que se quedara a hacerle compañía durante la comida. No se resistió. Así como tampoco resistió la tentación de tomar sus manos mientras comían, de besar una de ellas. De mirarla a los ojos y decirle lo bella y maravillosa que le parecía, de sentir la emoción de su corazón acelerado mientras ella se sonrojaba. Y finalmente, no venció la tentación de besarla.
Era un idiota, toda la vida lo mismo con él. No tenía ni un atisbo de prudencia, Orlando tenía razón. Las cosas malas le pasaban por idiota, nunca podía hacer nada bien. Pero, ¿cómo alejarla? Si el calor de su cuerpo le devolvía la vida y despertaba viejas pasiones, aquellas que creyó no volvería a sentir con ninguna mujer. Melinda se pegaba a él, lo besaba con pasión, lo tocaba. Podía hacerlo, claro que sí. Ninguno de los dos se arrepentiría de ir a la cama y entregarse a su deseos. Por un instante, Ansel pensó que existía el riesgo de que Stu llegue en cualquier momento y le pegue un tiro porque en La Perla el honor se lava con sangre. Si alguien se enteraba de eso uno de los dos acabaría muerto, o quizá ambos. Así eran las cosas en ese pueblo, y quizá....
Quizá no debió ser tan estúpido. Apenas tuvo tiempo para separarse de ella cuando escuchó que la puerta se abría. Él llegó como una tormenta, fue rápido. Lo cogió del cuello de la camisa y lo empujó a un lado, Melinda lanzó un grito de sorpresa.
—Tú, afuera. Ahora mismo —ordenó él. Ansel asintió, ni siquiera preguntó porque ya se esperaba esa reacción de su parte. Lo que no esperó fue que volviera tan pronto.
—Creí que tardarías en llegar de Mejis...—le dijo despacio. Se sintió idiota al decirle eso. Orlando frunció el ceño, y aunque ya antes Ansel se había dicho que no se iba a arrepentir de lo que hizo, en ese momento tuvo temor. Orlando era su amigo, aquel que estuvo a su lado en los años de encierro. Lo cuidó, le dio fortaleza, lo ayudó a huir. Estaría muerto de no ser por él. Pero Ansel prefirió la justicia antes que él, y por eso se sentía el más sucio de los traidores. Bajó la mirada, le daba vergüenza verlo a los ojos. Ahora estaba seguro que no debió ayudar a Jennifer en ese plan. No debió darle ideas.
—Afuera he dicho —agregó Orlando entre dientes. Si no lo estaba moliendo a golpes en ese momento quizá era porque aún lo quería como amigo y él debería estar agradecido por eso.
—Por favor, señor Blanchard. No le diga a Stuart —rogó Melinda. Las lágrimas surcaban sus mejillas y él sintió mucha pena de verla así. Ella era inocente, ¿por qué se acercó para hacerle daño? Se dijo decidido que era mejor terminar todo ahí. Su idilio con Melinda apenas estaba empezando, y ya no iba a continuar. No quería lastimarla.
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Editado: 09.04.2020