Ileana sentía su cuerpo dormido, como si esos movimientos fueran hechos producto del cosquilleo incesante del que se volvió presa en el momento que comenzó a tocar la pieza que tanto trabajo le costó interpretar. Ella aún no entendía el enorme talento del que era poseedora, la elegancia sin contexto que demostraban sus dedos y su postura al tocar, esa pasión llameante que se dejaba ver a través de su cabello, la armonía brillante y suave que reflejaban el gris puro de sus ojos, y las notas reveladoras que se fundían en el alma del oyente como un dulce caramelo en el fuego. Pero, lo que más cautivaba a sus espectadores era la grácil figura que unía todas esas cualidades, impidiéndoles apartar sus ojos y la atención de sus oídos.
Feraud se sentía extasiado. Ver semejante escena tan llena de luz lo colmaba de regocijo. Después de todo, Ileana era la razón por la que él llegó a ese burdel. Era su objetivo convertirla en la mejor pianista que el mundo entero haya visto, sin embargo, no contaba con todo ese talento que la niña poseía. Los celos aparecían en su mente, pero la satisfacción que su amo sentiría al ver aquella magnifica demostración a tan temprana edad y con tan solo una semana de enseñanza, lo hacía sentirse orgulloso. Y era tanto así, que no pudo evitar la maliciosa sonrisa que tomaba forma en su afilado rostro ensombrecido por ideas inicuas, aún cuando tenía prohibido mostrar ante la niña la perversidad de esa alma que ya no le pertenecía.
Ileana terminó su interpretación agotada, su respiración se había agitado y sus mejillas sonrojado como nunca. Se sentía tan llena de vitalidad y a la vez tan cansada que no sabía qué acción tomar, si levantarse de su asiento o continuar tocando la misma pieza hasta caer por completo. Y fue durante esta indecisión que oyó el murmullo de su nombre desde el otro lado del salón. Desvió su mirada hacia el lugar en cuestión encontrándose con esos ojos azules, cabello rubio y vestidos rojos.
La expresión de Ileana había cambiado, sus ojos demostraban pánico y sus palabras se atropellaban cada que lograban salir. Charlotte no decía palabra alguna ante la pobre niña que estaba a punto de llorar por el miedo al indiferente rostro de la mujer de rojo, pero la infanta estaba errada en su miedo, pues Charlotte había sido endulzada por completo en el acaramelado tocar de su piano.
Sus tacones sonaban por el salón cuando se dispuso a bajar las escaleras y acortar la distancia entre la niña y ella, y al llegar hasta la pequeña de pie junto al piano, acarició su rostro lloroso y vivaz, le sonrió y la abrazó sin la más mínima palabra. Charlotte temía que, si hablaba, el recuerdo de la melodía atrapada en esas paredes fuera a desaparecer sin vuelta atrás, que la emoción de su actuación se desvaneciera como una simple ilusión.
La pequeña Ileana se sorprendió ante un acto tan inesperado, pues sabía la severidad de su prohibición a bajar, aunque ya hubiera roto esa regla varias veces. Creyó que Charlotte se enfadaría o sentiría decepción por su desobediencia, sin embargo, el calor que el abrazo de la mujer de rojo le transmitía, le era demasiado maravilloso, capas de relajar su músculos tensos por el miedo y abrigarla hasta el último rincón de su alma.
A unos cinco pasos al costado de ambas, Antoine Feraud miraba con gran interés la relación tan cercana que tenían. Charlotte podría perfectamente pasar como la madre de esa pobre niña si no fuera por el escaso parecido. Para sus adentros pensaba que esa cercanía podría significar un problema para los planes de su amo.
Lo siguiente que ocurrió fue la llegada de la hora de apertura. Las mujeres iban bajando por las escaleras con Madame Annette a la cabeza. Y, en menos de dos segundos, se creó una complicidad silenciosa entre la mujer, el pianista y la niña. Charlotte escondió a Ileana tras sus faldas, y con la ayuda del pianista, quien despistó a la Madame con su galantería misteriosa, la joven mujer de ojos azules pudo sacar a Ileana del salón con absoluto éxito.
La noche transcurrió como lo hacía habitualmente, con voces de extraños entremezclada con la belleza del piano. Ileana odiaba aquello, principalmente porque aún guardaba ese miedo que le enfundaron las mujeres desde el primer día. Esas risas grotescas y los golpes extraños hacían temblar a la pequeña que se acurrucaba solitaria entre las sábanas de su lecho. Tarareaba en voz baja la melodía de la canción de cuna que Charlotte solía cantarle, pero sus agudos oídos se percataban sin vacilar en esas risotadas masculinas que la hacían recordar una y otra vez lo que ella más quería olvidar.
Ileana lloraba. Este día en el que había rescatado su vivacidad de las manos mezquinas de la ausencia, también había rasgado las memorias detalladas de unos meses atrás. Los gritos, los disparos, las risas. Todo estaba volviendo a su cabeza de la manera más realista, las imágenes ya no eran borrosas, sino nítidas y perfectas. La secuencia de los hechos volviendo a reproducirse con sonidos violentos y una felicidad desvanecida.
La herida aún estaba abierta, y tardaría demasiado para que sanara siquiera la milésima parte de esta.
Al mismo tiempo, las mujeres cumplían su trabajo risueñas en los brazos de los incestuosos hombres que reclamaban sus caricias y placer. Madame Annette recibía con coquetería natural a los recién llegados e intervenía cuando otros daban un paso para marcharse. Llamaba a una de las chicas desocupadas presentándola como la mejor en su oficio, y con gran disimulo susurraba al oído de la joven órdenes para que le quitara hasta el último euro antes de despedirlo.