El sol estaba a punto de desaparecer por completo en el horizonte, pero el día parecía no querer marcharse. Las luces de los puestos, tiendas y calles iluminaban la ciudad haciéndola aún más hermosa que horas atrás. Ligeros copos de nieve caían desde las nubes que más que oscurecer la noche, la hacían brillar. Y, a pesar de no tener a la vista las fabulosas estrellas que enamoraban a todo quien tenía el placer de levantar su mirada al cielo, eran esas diminutas bombillas que resplandecían colores en un ritmo encantador las que guiaban y maravillaban a los seres nacidos con asombro en sus ojos. Y, un par de esos indiscretos ojos, pertenecían a Ileana.
La niña que escondía sus rosados labios detrás del cuello de su abrigo marrón no dejaba de exclamar sorprendida por tanta belleza en la ciudad en la que nació y que, sin embargo, jamás visitó.
Con cada nuevo objeto con el que se topaba, apretujaba la mano familiar de Charlotte, quien reía viendo lo tierna que podía llegar a ser esa chiquilla que, hace no mucho, era tan poco expresiva como un tronco muerto. Aún le parecía increíble. En su mente aún se mantenían todas las nuevas emociones que se reflejaron en su pálido rostro ese mismo día.
En un principio se sintió bastante incómoda, sin saber que hacer o como reaccionar, inmutada frente a un guapo desconocido que ni siquiera giraba sus pupilas hacia ella. Incluso notando ese hecho, a pesar de que su cuerpo protestaba por atención, no pudo evitar dejar a un lado los celos por la pequeña niña que a penas le llegaba a los muslos, y se encantó por el trato que el señor Lubin le dedicaba a Ileana.
Cuando el recién conocido hombre las dirigió tan amigablemente al piso superior de la tienda, sus intenciones hacia él eran claramente indecorosas. Mas cada movimiento y vistazo fue ágilmente esquivado con tanta gracia que ni ella misma pudo sentirse agraviada o molesta.
Ileana levanto sus párpados más de lo normal y sus labios se entreabrieron con ellos mientras seguía con curiosidad los pasos del propietario hacia una mesa rectangular pegada a la pared, con una tetera, tazas y varios frascos que contenían los ingredientes de preparación sobre ella.
Anteriormente había escuchado sobre el chocolate, cuando sus padres aún seguían con vida y le habían prometido comprarle un poco cuando tuvieran más dinero, pero ese día nunca llegó. Incluso en el burdel lo más caro que logró probar fue leche envasada.
Un apretón en su pecho la hizo levantar su mano en el centro de su tórax, tratando de calmar la sensación que cada noche se avecinaba de la misma forma que si fuera su mejor amiga.
El joven hombre se percató de ese cambió al observarla de reojo mientras vertía agua caliente en una de las tazas. Sin embargo, por el contrario de preocuparse, sólo sonrió volviendo a fijarse en su preparación. No tardó tanto cuando dejó la taza con chocolate caliente sobre una mesa redonda en el centro del piso, para luego colocar un cojín abultado en una de las sillas. En seguida, caminó con pasos tranquilos e inclinándose hacía la chiquilla, extendió su mano delicadamente.
Ileana, que mantenía su cabeza gacha, levantó su rostro siguiendo la mano extendida que apareció de la nada frente a ella, dando directamente con la miraba risueña de Lubin.
Ambos se quedaron observando, Ileana perdiéndose en sus ojos de oro y Lubin indagando en los de ella, buscando algo con apasionado afán sin tratar de disimularlo.
Pasó un rato antes que Ileana despertara de su estupor y, con sus mejillas ruborizadas por la vergüenza evadió el contacto visual que la había atrapado sin previo aviso.
Finalmente, ella asintió con un gesto luego de unos segundos en silencio.
Ileana, a pesar de haber mantenido la guardia, ahora, levantó su temblorosa mano sosteniendo la del hombre.
Jadeó sorprendida cuando sintió como su mano era tironeada con tal confianza. Y, cuando miró el rostro de Lubin en las alturas no pudo rechazar ese gesto como seguramente lo hubiera hecho con cualquier otro, pues, la sonrisa de ese hombre le era tan cálida que dentro de ella sentía crecer el deseo de nunca apartar su mano.
Nuevamente, soltó un jadeo cuando Lubin la tomó por debajo de sus brazos y la alzó con tanta libertad sentándola con sutileza en la silla del cojín.
La niña no podía sentirse más abrumada por la familiaridad de los actos de aquel hombre que apenas había conocido. Ni Charlotte, que era con la que tenía mayor confianza entre todas sus hermanas, la trataba tan despreocupadamente. De hecho, la mujer de rojo se encontraba igual o más desconcertada que la misma niña. Aun así, luego de replanteárselo cayó en cuenta de la diferencia que existía entre el propietario y ella misma.
El señor Lubin no tenía idea de como era Ileana. Él no tuvo que verla esa noche respirando con dificultad en un sucio callejón y empapada por la lluvia. Jamás la vio cubierta de sangre, con heridas profundas que le dejaron cicatrices en su espalda. Y ni hablar del daño mental que sufrió la infanta a tan temprana edad. Constantemente se preguntaba a ella misma la exactitud de los hechos que le ocurrieron a la niña, pero nunca estaba segura de que su imaginación iba en el camino correcto ya que, para confirmarlo, debía preguntarle a la protagonista, y eso, era algo que todos temían hacer.