El sol apenas lograba atravesar las ventanas estrechas y enrejadas de la cámara donde Ser Alric yacía postrado. La habitación estaba envuelta en una penumbra opresiva, y el aire olía a cera derretida, hierbas secas y un tenue rastro de humo que emanaba de la chimenea. Alric, siempre imponente en su armadura, ahora estaba reducido a una sombra de sí mismo. Su rostro, antes curtido por el sol y las batallas, estaba pálido como la cera, y sus labios resecos temblaban con cada respiración entrecortada.
El caballero estaba tendido en el lecho, cubierto por mantas gruesas que no lograban detener los escalofríos que sacudían su cuerpo. El sudor le perlaba la frente y empapaba su ropa, dejando el colchón de paja húmedo y maloliente. Los ojos de Alric, normalmente llenos de determinación y fuerza, ahora estaban apagados, perdidos en un delirio febril. Balbuceaba palabras sin sentido, nombres de lugares que solo él conocía y frases inconexas sobre enemigos invisibles.
A su lado, el maestre Osmund, un hombre de edad avanzada con barba gris y manos temblorosas, lo observaba con el ceño fruncido. Vestía una túnica marrón raída y sostenía un manojo de hierbas secas y ungüentos que había recogido apresuradamente en su pequeña tienda dentro del castillo. Osmund era un sanador respetado, pero sus conocimientos, basados en remedios antiguos y supersticiones mezcladas con medicina rudimentaria, no parecían ser suficientes para lidiar con lo que afligía al caballero.
—Ha pasado tres días así, y no mejora —murmuró Osmund, mirando a los dos jóvenes aprendices que lo asistían, muchachos nerviosos y con ojeras profundas que hacían todo lo posible por seguir las instrucciones del anciano.
El maestre pasó un paño húmedo por la frente de Alric, pero la fiebre no cedía. Era una temperatura que ardía con la furia de un fuego imposible de apagar. Osmund había probado todo lo que conocía: infusiones de corteza de sauce para bajar la fiebre, ungüentos de lavanda y tomillo para calmar los temblores, incluso había quemado hojas de belladona en un intento desesperado de purificar el aire de la habitación. Nada funcionaba.
—No es peste —señaló uno de los aprendices, un joven de rostro anguloso y expresión preocupada—. Los síntomas no son los mismos. No tiene bubones, y la tos que asfixia a los otros enfermos aquí no está presente.
—Y tampoco es una fiebre común —añadió Osmund, con la voz llena de frustración—. Esto… esto es otra cosa.
El maestre se acercó a la ventana y abrió la madera astillada de los postigos para dejar entrar algo de aire fresco. Afuera, el bullicio del pueblo seguía su curso, pero una sombra de inquietud ya comenzaba a extenderse entre la gente. Los rumores de la extraña enfermedad se habían esparcido como el humo, y los aldeanos hablaban en susurros sobre una maldición caída sobre el castillo. Había miedo en sus ojos, y muchos evitaban acercarse demasiado, temiendo un contagio desconocido.
Osmund volvió a la cama y se sentó en el borde, observando a Alric con preocupación. La piel del caballero estaba tan fría como el mármol a pesar de la fiebre, y su respiración se volvía más débil con cada hora que pasaba. El maestre tomó la muñeca de Alric para sentir su pulso, y lo encontró irregular, tambaleante, como si luchara por mantener el ritmo. Había tratado a muchos hombres heridos en batallas, a otros tantos con enfermedades, pero lo que veía ahora era algo diferente, algo que parecía drenar la vida de Alric con una voracidad silenciosa.
—No puede continuar así —dijo Osmund en voz baja, dirigiéndose al joven aprendiz—. Si no encontramos una solución pronto, el caballero no sobrevivirá la próxima noche.
El muchacho asintió en silencio, los ojos llenos de una mezcla de miedo y admiración hacia su maestro. Sabía que Osmund había curado a muchos, pero nunca lo había visto tan desconcertado. Los otros siervos que asistían a los enfermos mantenían la distancia, y algunos incluso evitaban mirar hacia la cama de Alric, como si el solo hecho de reconocer la gravedad de su condición fuera un mal presagio.
La puerta se abrió de golpe, y la figura del barón Aldred apareció en el umbral, su expresión severa y ceñuda. Aldred era un hombre de mediana edad, de barba espesa y ojos afilados que denotaban el peso de las responsabilidades. Se acercó rápidamente a la cama, con pasos que resonaban en las piedras frías del suelo. Al ver a su caballero postrado, el rostro del barón se contrajo en una mezcla de preocupación y rabia contenida.
—¿Qué demonios le ocurre? —preguntó Aldred, sin poder disimular la impaciencia en su voz—. Necesito a Alric en pie. No tenemos tiempo para esto, maestre.
Osmund alzó la mirada, agobiado pero firme.
—Mi señor, he hecho cuanto está a mi alcance. He probado cada remedio, cada infusión… pero esto no es como nada que haya visto antes. No es peste, ni fiebre de los pantanos. Es… diferente.
Aldred se frotó el mentón con impaciencia, caminando de un lado a otro junto a la cama. No estaba acostumbrado a sentirse impotente, y la idea de perder a uno de sus mejores hombres le era intolerable.
—¿Y qué sugieres que hagamos entonces? —gruñó, mirando a Osmund con severidad—. ¿Rezar y esperar un milagro?
El maestre apretó los labios y negó con la cabeza. No había respuestas fáciles, y lo sabía mejor que nadie. Los conocimientos que poseían sobre enfermedades eran limitados y se basaban más en tradición y superstición que en ciencia verdadera. El barón, sin embargo, era un hombre práctico, un líder que no toleraba la debilidad y que esperaba resultados, no excusas.
—Seguiré intentando, mi señor —dijo Osmund, bajando la vista hacia Alric—. Pero temo que esto esté más allá de lo que cualquiera de nosotros pueda comprender.
Aldred observó a su caballero por un momento más, viendo cómo se retorcía en su lecho como si luchara contra fantasmas invisibles. Era un hombre fuerte, y verle reducido a un ser débil e indefenso llenaba al barón de una ira silenciosa.