El crepúsculo se cernía sobre Bredewald, y el cielo se teñía de un gris plomizo que presagiaba tormenta. Dentro de la cámara donde Ser Alric agonizaba, las sombras se alargaban y se retorcían, como si los propios muros conspiraran para engullir todo rastro de luz. Osmund, agotado y frustrado, mantenía su vigilia junto al caballero. No había descansado en días, y el cansancio se evidenciaba en sus ojos vidriosos y en las manos que apenas podían sostener la copa de madera con agua que intentaba hacer beber a Alric.
El caballero, hasta entonces en un estado de inconsciencia febril, empezó a moverse inquieto bajo las mantas. Al principio, fueron espasmos leves, apenas perceptibles, como si estuviera atrapado en un mal sueño. Pero pronto, su cuerpo comenzó a sacudirse con una violencia incontrolable. Sus músculos se tensaron y los temblores recorrieron sus extremidades como una oleada salvaje, arqueando su espalda de manera antinatural. Sus ojos se abrieron de golpe, sin ver nada, y su boca se torció en una mueca de dolor muda, como si gritara desde el abismo del sufrimiento.
—¡Sujétalo! —gritó Osmund a los dos aprendices, que se precipitaron a ayudar, sus rostros pálidos y los movimientos torpes por el pánico.
Los jóvenes intentaron contener a Alric, pero el caballero, aunque debilitado por días de fiebre, parecía poseído por una fuerza casi sobrehumana. Sus brazos se agitaban con furia y sus piernas pateaban el aire, derribando un taburete y volcando el cuenco de agua que Osmund había dejado a su lado. Las mantas cayeron al suelo, y uno de los aprendices recibió un golpe en el rostro que lo hizo retroceder con un gemido de dolor.
—¡Calma, Ser Alric! —intentó decir Osmund, aunque sabía que sus palabras eran inútiles. El hombre que tenía delante ya no respondía a la razón.
El maestre intentó buscar una solución desesperada, rebuscando en su bolsa de medicinas por algo que pudiera calmar los espasmos, pero no había nada que pareciera adecuado para lo que estaba ocurriendo. Alric se convulsionaba con una fuerza brutal, su cuerpo contorsionándose de formas antinaturales, y Osmund no podía hacer más que sostener su cabeza para evitar que se golpeara contra el duro marco de la cama.
De repente, el ataque cesó tan rápido como había comenzado. Alric se desplomó, inmóvil, su pecho subiendo y bajando con respiraciones débiles y erráticas. Su piel estaba más pálida que nunca, casi translúcida, y un sudor frío le cubría por completo. Osmund colocó una mano sobre su frente, sintiendo el calor infernal que seguía ardiendo, y luego buscó su pulso en la muñeca, desesperado por encontrar un latido, un signo de que el caballero seguía aferrándose a la vida.
Pero no había nada.
El pulso era inexistente, y la respiración de Alric se hizo cada vez más lenta hasta que finalmente se detuvo. Osmund contuvo el aliento, esperando algún indicio, cualquier signo de que el caballero pudiera volver. Pero Ser Alric, el hombre que había sobrevivido a más batallas de las que cualquier otro en el castillo podría contar, había sucumbido a un enemigo invisible e implacable. Los aprendices miraron al maestre con ojos llenos de incredulidad y miedo, esperando una orden que ninguno de ellos sabía cómo cumplir.
—Ha… ha muerto —susurró Osmund, sus palabras cargadas de un peso insoportable.
La habitación quedó en un silencio sepulcral, roto solo por el distante murmullo del viento y el crepitar de la chimenea. Osmund tomó la sábana de lino blanco que había preparado desde el día anterior, con la triste certeza de que la necesitaría pronto, y con manos temblorosas la extendió sobre el cuerpo inerte de Alric. Los pliegues de la tela cayeron suavemente, cubriendo su rostro y ocultando sus ojos, esos ojos que habían visto tantas cosas y que ahora se cerraban para siempre.
Los aprendices se retiraron unos pasos, cruzando sus manos sobre el pecho en un gesto silencioso de respeto. Nadie se atrevía a hablar, y los murmullos de los rezos de Osmund apenas eran audibles en la habitación. La pérdida de Alric no solo era la de un hombre valiente, sino también la de un símbolo de fortaleza y esperanza en tiempos inciertos. Los ecos de sus hazañas, contadas alrededor del fuego en innumerables noches, parecían ahora tan distantes y difusos como un sueño.
Pasaron los minutos y la cámara se llenó de una quietud pesada. Osmund se quedó de pie junto a la cama, observando la figura cubierta de su caballero, sintiendo una mezcla de impotencia y dolor. Su mente repasaba cada tratamiento fallido, cada oración no respondida, cada gesto que no había logrado salvar a Alric. El maestre cerró los ojos un momento, agotado, y suspiró con el peso de la culpa y la resignación.
Entonces, un sonido suave, como el crujir de la tela al rozar la piel, rompió el silencio.
Osmund abrió los ojos y miró la cama. Al principio pensó que se trataba de su imaginación, de un truco de la luz menguante que se filtraba por las ventanas, pero no. La sábana se movió de nuevo, apenas un milímetro, pero suficiente para hacer que el corazón del maestre se detuviera por un instante. Uno de los aprendices, viendo la extraña oscilación de la tela, retrocedió con un jadeo ahogado.
La figura bajo la sábana se alzó de golpe, como si una fuerza invisible la hubiera levantado. Osmund retrocedió, tropezando con la mesa detrás de él, incapaz de creer lo que veía. Ser Alric, que había estado muerto y sin pulso durante diez minutos, se incorporaba lentamente en la cama, con movimientos rígidos y torpes, como los de una marioneta mal manejada.
La sábana resbaló hacia atrás, dejando al descubierto un rostro que ya no era el del noble caballero que todos conocían. La piel de Alric estaba más pálida de lo que había sido en vida, casi blanca como la cal, y sus ojos, abiertos de par en par, estaban inyectados en sangre, completamente blancos, sin rastro de vida ni de humanidad. Miraban al vacío, sin expresión, como si no reconocieran nada de lo que veían.