El sol apenas se alzaba sobre el horizonte cuando Edric atravesó a grandes zancadas el patio del castillo, aún con la sombra de lo sucedido pesando sobre sus hombros. Los primeros rayos de la mañana apenas lograban disipar la niebla que se arremolinaba entre las torres y los muros de piedra, envolviendo el lugar en un aire sombrío. Edric se dirigía hacia el salón principal del castillo, donde esperaba encontrarse con el señor de Bredewald, Lord Cedric, un hombre robusto de cabello encanecido y rostro curtido por los años de gobierno y guerra. Era un líder severo, pero justo, cuyo juicio rara vez fallaba, y quien había visto en Edric el potencial de un futuro protector del territorio.
Al atravesar la puerta principal, el joven caballero notó el bullicio y la actividad frenética que se desarrollaba en el interior. Criados y soldados iban y venían, preparando el castillo para el nuevo día, pero también había un murmullo de preocupación que flotaba en el aire, como si todos intuyeran que algo extraño y peligroso estaba ocurriendo. Los rumores se propagaban rápido, y las habladurías sobre la enfermedad misteriosa y la muerte inusual de Alric ya habían comenzado a circular.
Edric encontró a Lord Cedric en su estudio privado, una sala amplia y bien iluminada, decorada con estandartes familiares y mapas que detallaban cada rincón de sus tierras. El señor estaba inclinado sobre una mesa, discutiendo asuntos de importancia con su hijo mayor, Ser Aldwin, y su esposa, Lady Helena. Aldwin era un joven de la misma edad que Edric, con quien había compartido innumerables aventuras en su niñez y que, aunque no había elegido el camino del guerrero, se había convertido en un hombre astuto y de gran inteligencia, indispensable para su padre en la administración del castillo y las tierras.
Lady Helena, una mujer de porte elegante y mirada firme, alzó la vista primero, advirtiendo la presencia de Edric en el umbral. Su expresión serena se transformó en una de preocupación al ver el semblante sombrío del joven caballero. Aldwin, con su habitual expresión tranquila, alzó la mirada y esbozó una sonrisa amistosa, pero esta se desvaneció al notar el estado de su amigo. Junto a ellos estaba la hija menor de Lord Cedric, Avelina, una muchacha de dieciséis años de cabello oscuro y rizado, cuya curiosidad y espíritu vivaz siempre la habían mantenido cerca de los asuntos que involucraban a su familia. Avelina admiraba en silencio a Edric desde hacía tiempo; para ella, él no era solo un caballero, sino un ejemplo de coraje y nobleza.
—Edric —dijo Lord Cedric, enderezándose y frunciendo el ceño al ver la expresión de su joven caballero—. ¿Qué ocurre? Pareces haber visto un espectro.
Edric respiró hondo, sintiendo el peso de la noticia que debía comunicar. Las palabras se le agolpaban en la garganta, y por un momento se sintió nuevamente en la habitación de Alric, con la imagen de su primo levantándose de la muerte grabada en su mente.
—Mi señor… —empezó Edric, luchando por encontrar el tono adecuado—. Algo terrible ha sucedido. Alric… mi primo… ha muerto. Pero no ha sido una muerte como cualquier otra.
La sala quedó en un silencio sepulcral. Lady Helena se llevó una mano a la boca, conteniendo un jadeo, mientras Avelina entrelazaba sus dedos, sus ojos grandes y brillantes reflejando la mezcla de miedo y sorpresa que sentía. Aldwin dio un paso adelante, su expresión severa, buscando en los ojos de Edric alguna explicación más concreta.
—¿Cómo que ha muerto? —preguntó Aldwin, tratando de mantener la calma, aunque la angustia se filtraba en su voz—. ¿Acaso no regresó sano y salvo del último viaje? ¿Qué clase de mal pudo acabar con él?
Edric apretó los puños, recordando la escena de los gruñidos guturales y los movimientos torpes de Alric. Las imágenes se sucedían en su mente como un mal sueño que no podía olvidar.
—No fue una enfermedad común —continuó Edric, su voz tensa—. Alric regresó debilitado de su última campaña, y los maestres no supieron qué hacer. Empezó con fiebres y temblores… y finalmente… murió. Pero mi señor, eso no es lo peor. —Edric dudó un instante antes de pronunciar lo siguiente—. Lo peor vino después.
Lord Cedric cruzó los brazos, su mirada penetrante fija en Edric. No era un hombre fácilmente impresionable, pero el tono en la voz de su joven caballero lo perturbó.
—Habla, muchacho —dijo Cedric, su tono autoritario pero con una pizca de preocupación que delataba el vínculo que lo unía a Alric—. No dejes nada sin contar.
Edric tragó saliva, sintiendo que todos los ojos estaban puestos en él. Cada palabra que seguía era más difícil de pronunciar que la anterior.
—Después de morir, Alric se levantó —confesó finalmente Edric, sintiendo que la incredulidad de todos caía sobre él como una pesada losa—. Se levantó de la cama, con los ojos vacíos, como si fuera una sombra de sí mismo. No era él, mi señor. Era como si… como si un espíritu oscuro hubiera tomado su cuerpo. Se abalanzó sobre el maestre Osmund y tuve que… tuve que detenerlo. No había otra opción. Le clavé una daga en la frente para evitar que matara a Osmund.
Lady Helena se llevó ambas manos al pecho, sus ojos llenos de lágrimas ante la noticia del violento final de Alric. Aldwin se quedó sin palabras, su mente tratando de asimilar lo imposible. Mientras tanto, Avelina, siempre curiosa y perspicaz, se acercó un poco más a Edric, como si pudiera leer en su rostro el horror que las palabras no lograban transmitir.
—Esto no tiene sentido —dijo Aldwin, pasándose una mano por el cabello, visiblemente alterado—. Las enfermedades no levantan a los muertos. ¿Estás seguro de lo que viste, Edric?
Edric asintió con firmeza, aunque el dolor en sus ojos era innegable.
—Lo vi con mis propios ojos, Aldwin. No hay error. Esto no es natural, y temo que pueda ser solo el principio de algo mucho peor.
Lord Cedric caminó lentamente hacia una ventana y miró hacia el horizonte, como si buscara respuestas en el cielo gris. Durante años había lidiado con invasiones, conspiraciones y problemas que amenazaban la estabilidad de sus tierras, pero nada lo había preparado para escuchar lo que acababa de contarle Edric. Si lo que decía era verdad, estaban ante un peligro que escapaba a toda lógica y entendimiento.