La plaza del mercado de Bredewald estaba repleta de actividad, con los puestos de venta de telas, especias y herramientas alineados a lo largo del camino principal. Los aldeanos iban y venían, regateando precios y compartiendo los rumores que circulaban en el aire, como hojas arrastradas por el viento. La muerte de Alric seguía siendo el tema más comentado, y no había rincón en Bredewald donde no se hablara en susurros sobre el trágico destino del caballero.
Ealdred, un aldeano corpulento y de barba rala, llevaba una vida sencilla como curtidor y comerciante de pieles. Era un hombre conocido por su curiosidad, siempre atento a las idas y venidas de los demás. Conocía a Oswin y a Roderic desde hacía tiempo; había trabajado con ellos en varias ocasiones, proveyéndoles de los cueros necesarios para las sillas de montar y los arreos de los caballos. Al pasar cerca de las casas de sus amigos, había oído los susurros preocupados de los familiares y había notado la ausencia de ambos en sus habituales tareas en las caballerizas.
Había algo más que lo inquietaba: desde la muerte de Alric, los dos escuderos parecían haber caído también en desgracia, con síntomas que recordaban vagamente a los que el caballero había mostrado antes de su muerte. Ealdred no era hombre de ignorar las coincidencias, y pronto su mente comenzó a hilar una peligrosa conexión.
Mientras caminaba por la plaza, Ealdred no dejaba de pensar en la extraña sucesión de eventos. Sabía que no podía quedarse de brazos cruzados. Si algo más estaba ocurriendo, debía advertir a alguien con poder, alguien que pudiera tomar medidas antes de que la situación se descontrolara. Así que, impulsado por su instinto y un creciente temor, decidió dirigirse al castillo para buscar audiencia con el señor Cedric o, en su defecto, con Edric, el joven caballero a quien todos respetaban.
Los guardias del castillo lo miraron con suspicacia cuando se presentó ante las grandes puertas de madera reforzada, custodiadas siempre por dos hombres de confianza del señor de Bredewald.
—¿Cuál es tu propósito aquí, Ealdred? —preguntó uno de los guardias, un hombre de mediana edad con cicatrices en el rostro y una mirada recelosa.
—Necesito hablar con el señor Cedric, o con Sir Edric si el señor está ocupado —respondió Ealdred, intentando mantener la compostura—. Traigo noticias urgentes, algo que no puede esperar.
Los guardias intercambiaron miradas dudosas. No era habitual que un aldeano solicitara audiencia sin una razón justificada, y menos en estos tiempos en que la tensión era palpable en cada rincón del castillo. Tras un breve susurro entre ellos, uno de los guardias asintió.
—Esperad aquí —dijo el guardia, señalando un banco de piedra junto a la entrada—. Veré si Sir Edric está disponible para recibiros.
Ealdred asintió y se sentó, inquieto, mientras el guardia se adentraba en el castillo. Los minutos se sintieron eternos, y cada segundo que pasaba aumentaba la ansiedad en su pecho. Finalmente, el guardia regresó y, con un gesto de la mano, lo invitó a seguirlo.
—Sir Edric os recibirá en la sala pequeña, pero sed breve. El caballero está ocupado con asuntos importantes.
Ealdred siguió al guardia a través de los pasillos de piedra del castillo, hasta una sala modesta donde Edric se encontraba revisando unos mapas extendidos sobre una mesa. El joven caballero levantó la vista al ver entrar a Ealdred, con una expresión de sorpresa, pero también de cortesía.
—Ealdred, ¿qué es lo que te trae aquí? —preguntó Edric, mientras se acercaba al aldeano.
Ealdred hizo una reverencia torpe, consciente de que no solía estar en presencia de la nobleza, y de inmediato expuso su preocupación.
—Mis disculpas, Sir Edric, por irrumpir así, pero siento que debo advertiros de algo que podría ser importante. Es sobre Oswin y Roderic, los escuderos de Alric. Ambos han estado enfermos desde el día después de la muerte de vuestro primo. Sudores, desmayos… síntomas que me recuerdan a los que Alric mostró antes de… bueno, antes de que falleciera.
Edric frunció el ceño, su mente girando en torno a las palabras de Ealdred. Hasta ahora, había estado demasiado ocupado con las nuevas responsabilidades y el viaje a Eldermoor como para preocuparse por los escuderos, pero lo que el aldeano describía no podía ser una coincidencia.
—¿Están seguros de esto? —preguntó Edric, tratando de mantener la calma.
—Lo he visto con mis propios ojos —respondió Ealdred—. Oswin está postrado en cama, sudando como si tuviera la fiebre más alta de su vida. Roderic no se levanta ni para comer, y sus familiares no saben qué hacer. Y eso no es todo… hay un aire raro en sus casas, como si la misma muerte rondara por allí.
Edric se quedó en silencio un momento, considerando sus opciones. Si lo que Ealdred decía era cierto, entonces había más en juego que una simple coincidencia. No podía permitirse ignorar lo que parecía un patrón peligroso.
—Ealdred, gracias por venir a mí con esta información. No mencionéis esto a nadie más, al menos por ahora —dijo Edric, colocando una mano firme en el hombro del aldeano—. Voy a hablar con el señor Cedric sobre esto. Tomaremos las precauciones necesarias.
Ealdred asintió, aliviado de haber cumplido con su deber, pero también consciente de que había traído malas noticias a los oídos de su señor. Se retiró de la sala con una reverencia, dejando a Edric con un nuevo y perturbador dilema.
Mientras observaba al aldeano salir, Edric comprendió que lo que había comenzado con la muerte de Alric estaba lejos de terminar. Había una sombra que se extendía lentamente sobre Bredewald, y cada día parecía traer consigo un nuevo presagio de desgracia. Ahora, más que nunca, debía encontrar respuestas antes de que la oscuridad consumiera a todos.