La mañana avanzaba lentamente sobre Bredewald, teñida de un gris inquietante que presagiaba una tormenta. Edric, vestido con su armadura ligera y una capa oscura, caminaba con paso decidido por las calles del pueblo, acompañado de su guardia personal, Sir Hakon, un veterano guerrero de cabellos canosos y mirada penetrante. Hakon era un hombre de pocas palabras, pero su lealtad y su instinto lo hacían un aliado invaluable, especialmente en tiempos de incertidumbre como estos.
Edric no había perdido el tiempo tras la conversación con Ealdred. Había acudido de inmediato al despacho de su tío, Lord Cedric, para informarle de lo que había escuchado. A pesar de las preocupaciones del señor de Bredewald, ambos coincidieron en que Edric debía investigar personalmente, aunque con discreción, para no causar alarma entre la población.
—Si hay algo extraño ocurriendo, debemos saberlo antes de que se propague —había dicho Cedric, con el ceño fruncido y una expresión de fatiga en su rostro—. Pero Edric, ten cuidado. Esto va más allá de lo que podemos ver. No sabemos a qué nos enfrentamos.
Con esas palabras en mente, Edric y Hakon se adentraron en las callejuelas del pueblo, donde las casas de piedra y madera se apretujaban unas contra otras, creando un laberinto de sombras y rincones oscuros. Mientras avanzaban, preguntaban a los aldeanos por Oswin y Roderic, pero las respuestas eran siempre las mismas: nadie los había visto desde la noche anterior.
—¿Estás seguro de que no estaban en sus casas? —preguntó Hakon, manteniéndose alerta mientras observaba los movimientos de la gente a su alrededor.
—Lo estoy. Ealdred dijo que ambos estaban enfermos, pero sus familias aseguran que no han vuelto desde ayer. No pueden haber ido muy lejos en ese estado —respondió Edric, su tono de voz reflejando una mezcla de preocupación y determinación.
Los dos hombres se dirigieron primero a la humilde cabaña de Oswin, una pequeña vivienda de madera situada al borde del río, donde vivía con su joven esposa. Al llegar, Edric llamó a la puerta y esperó, pero solo obtuvo silencio como respuesta. Después de varios intentos, finalmente la puerta se abrió, revelando el rostro pálido y angustiado de la esposa de Oswin.
—¿Sir Edric? —dijo la mujer, sorprendida al ver al caballero en su umbral.
—Necesito hablar con Oswin —dijo Edric, intentando mantener la calma—. Me han dicho que no se encuentra bien y quería asegurarme de que está recibiendo la atención necesaria.
La mujer bajó la mirada, nerviosa.
—Oswin no está aquí, mi señor. Salió anoche sin decirme a dónde iba. Pensé que tal vez había ido a las caballerizas, pero no ha regresado. Estoy preocupada. No suele hacer esto.
Edric frunció el ceño. Oswin estaba demasiado enfermo para vagar por el pueblo en medio de la noche, y no había razón para que se marchara sin avisar.
—Si vuelve o sabéis algo de su paradero, hacédmelo saber de inmediato. No deberíais estar sola en estos momentos —dijo Edric, intentando tranquilizarla.
La mujer asintió, aunque sus ojos revelaban un miedo profundo, uno que no solo tenía que ver con la desaparición de su esposo, sino con algo más que no lograba comprender.
Edric y Hakon continuaron hacia la casa de Roderic, ubicada más cerca del centro del pueblo. Su madre, una mujer anciana con el rostro marcado por los años de trabajo y preocupación, los recibió en la puerta, agitada.
—¿Sir Edric? —dijo, sus manos temblorosas apretando el borde de su delantal—. Si venís buscando a Roderic, no está aquí. Salió ayer por la tarde y no ha vuelto. Estoy preocupada, mi señor. No estaba bien… decía cosas que no tenían sentido, deliraba.
Edric compartió una mirada con Hakon. Dos hombres enfermos que desaparecen sin dejar rastro no era una simple coincidencia.
—¿Mencionó a dónde podría ir? ¿Dijo algo que pueda ayudarnos a encontrarlo? —preguntó Edric, tratando de obtener alguna pista.
La anciana negó con la cabeza, sus ojos llenos de lágrimas.
—No, mi señor. Solo repetía cosas extrañas… como si estuviera perdido en sus pensamientos. Os lo suplico, encontrad a mi hijo.
Edric asintió, tratando de tranquilizarla con palabras de aliento, pero la incertidumbre crecía en su interior. No era normal que dos hombres enfermos desaparecieran sin dejar rastro, y la conexión con Alric era cada vez más difícil de ignorar.
Al salir de la casa de Roderic, Edric y Hakon se detuvieron un momento para evaluar la situación. La plaza del pueblo seguía ajetreada, ajena a la inquietud que ellos sentían.
—Esto no me gusta, Edric —dijo Hakon, con la voz baja pero cargada de preocupación—. Hay algo que no encaja. Dos hombres enfermos, simplemente no se desvanecen en el aire.
—Lo sé, Hakon —respondió Edric, apretando la empuñadura de su espada casi por instinto—. Algo está pasando, y no pienso detenerme hasta descubrir qué. Debemos buscar en las afueras del pueblo, en los campos o incluso cerca del bosque. Si hay alguna pista, la encontraremos.
La determinación en su voz era inquebrantable, pero un frío escalofrío recorrió la espalda de Edric mientras continuaban su búsqueda. El sol se estaba ocultando lentamente, arrojando sombras alargadas sobre Bredewald, y con cada paso, la sensación de que algo oscuro acechaba en los límites de la razón se hacía más palpable.
Los caminos que una vez conocían ahora se sentían extraños, como si una presencia invisible estuviera deformando la realidad. Y mientras Edric y Hakon recorrían los últimos rincones del pueblo sin éxito, ambos sabían que los próximos días serían decisivos.
Los síntomas que una vez solo afectaron a Alric ahora parecían propagarse en silencio, y nadie, ni siquiera los más valientes, estaban a salvo de lo que estaba por venir.