Bredewald siempre había sido un pueblo pequeño pero próspero, donde los lazos familiares y las amistades se entrelazaban formando una comunidad unida. Con apenas cuatrocientos habitantes, todos conocían el nombre y el rostro de quienes vivían en la aldea, compartiendo no solo los buenos tiempos, sino también las adversidades que los habían moldeado a lo largo de los años. Las fiestas, las cosechas, las pérdidas y los nacimientos eran momentos que pertenecían a todos, y aunque la vida no era fácil, la gente de Bredewald enfrentaba cada desafío con la determinación de quienes saben que solo la unidad los mantendría fuertes.
Desde la primera luz del amanecer, el pueblo entero se movilizó, cada cual cumpliendo su parte en la búsqueda de Oswin y Roderic. Hombres, mujeres y jóvenes se agruparon en pequeños equipos, organizados por las autoridades locales bajo la supervisión de Edric y Sir Hakon. Desde las casas más humildes hasta los establos y el mercado, cada rincón de Bredewald fue inspeccionado con minuciosidad. Se registraron los bosques cercanos, los campos de cultivo y hasta los caminos que llevaban a aldeas vecinas, pero no encontraron rastro alguno de los dos hombres desaparecidos.
Los aldeanos, aunque nerviosos, mantenían la esperanza. No había pánico ni alboroto, solo una silenciosa determinación que se reflejaba en los rostros cansados de todos aquellos que buscaban. Los niños pequeños eran mantenidos en casa, al cuidado de sus madres y ancianos, mientras que los hombres y mujeres capaces recorrían las calles y caminos en un esfuerzo conjunto que resonaba con el espíritu indomable del pueblo. Las voces se entrelazaban en un murmullo constante de preguntas, saludos y llamados, un recordatorio de que no estaban solos.
Edric se movía entre ellos, dando instrucciones y supervisando los esfuerzos. Aunque su preocupación crecía con cada hora que pasaba sin noticias, el joven caballero no permitía que la frustración lo dominara. Se sentía responsable de su pueblo, no solo como un líder, sino como alguien que compartía sus miedos y sus esperanzas.
—Sigamos revisando más allá de los límites del pueblo. No dejemos piedra sin remover —ordenó Edric a uno de los grupos, señalando hacia el oeste, donde el bosque se espesaba y las sombras se volvían más profundas.
Sir Hakon se mantenía siempre cerca, vigilante. Aunque era un hombre de pocas palabras, su presencia era un recordatorio constante de que Edric no estaba solo en esta misión.
A medida que el día avanzaba, los aldeanos continuaron con su búsqueda incansable, pero cada hora que pasaba sin encontrar a los dos hombres aumentaba la inquietud en el aire. Las horas de luz menguaban rápidamente, y el cansancio empezaba a hacer mella en los más jóvenes, que apenas comprendían la magnitud de lo que estaba sucediendo. Algunos hombres regresaban con las manos vacías y los hombros caídos, resignados pero sin perder la esperanza de que el siguiente grupo podría tener mejor suerte.
—No podemos detenernos ahora —dijo Edric, más para sí mismo que para los demás, mientras observaba a un grupo de buscadores que regresaba desde el bosque sin éxito.
El sol se iba ocultando lentamente, arrojando sus últimos rayos sobre el horizonte y bañando el pueblo en un tono dorado melancólico. Las antorchas comenzaron a encenderse a lo largo de las calles y alrededor de las casas, brindando una luz cálida que poco podía hacer contra la oscuridad que pronto envolvería Bredewald por completo. Los aldeanos se reunieron en la plaza, intercambiando palabras de aliento y susurrando promesas de que seguirían buscando al día siguiente. No hubo llantos, ni reproches, solo una aceptación solemne de que esta noche no podrían hacer más.
Edric se reunió con los capitanes de los grupos de búsqueda, agradeciéndoles por sus esfuerzos y asegurándoles que continuarían al amanecer. Cada uno de los hombres y mujeres que había participado se retiró a sus hogares con la misma pregunta en la mente: ¿dónde estaban Oswin y Roderic? ¿Por qué no habían podido encontrarlos?
Edric se quedó en la plaza un poco más, observando cómo las luces de las casas parpadeaban una a una, mientras las sombras se adueñaban de las calles y los caminos. Hakon permanecía a su lado, silencioso y firme como siempre.
—Ha sido un día largo, mi señor —dijo Hakon finalmente, rompiendo el silencio—. Pero no perdamos la esperanza. Mañana continuaremos, y si están ahí fuera, los encontraremos.
—Lo sé, Hakon —respondió Edric, con la mirada perdida en la distancia—. Pero cada momento que pasa sin hallarlos me recuerda que no entendemos lo que realmente está sucediendo. Lo que le pasó a Alric… y ahora esto. Todo parece estar conectado, pero no tenemos respuestas.
Hakon asintió, entendiendo la frustración de Edric. El veterano guardia había vivido muchas campañas y visto horrores en el campo de batalla, pero lo que estaba ocurriendo en Bredewald era algo nuevo, algo que escapaba a cualquier lógica que pudieran entender.
—Debemos mantener la calma y actuar con sabiduría. El pueblo confía en ti, Edric, y en el señor Cedric. Juntos encontraremos la manera de proteger a esta gente —dijo Hakon, poniendo una mano en el hombro del joven caballero.
La noche finalmente cayó por completo sobre Bredewald, cubriendo el pueblo con su manto oscuro y silencioso. Edric y Hakon se retiraron al castillo, donde el señor Cedric los esperaba con una expresión de preocupación mezclada con cansancio.
—No hemos encontrado nada, tío —informó Edric, quitándose la capa y dejándola caer sobre una silla—. Pero seguiremos buscando. No descansaremos hasta que sepamos qué ha ocurrido.
Cedric asintió con gravedad, sus pensamientos enfocados en la protección de su pueblo. Sabía que Edric estaba haciendo todo lo posible, pero la incertidumbre era un enemigo implacable que amenazaba con desgarrar el tejido de la comunidad que tanto se había esforzado por mantener unida.