El amanecer se filtraba con timidez a través de las pequeñas ventanas del castillo de Bredewald, bañando las piedras frías con una luz pálida y descolorida. Edric apenas había dormido esa noche. Los eventos de la víspera y la imagen de Oswin atacando salvajemente a Aelith seguían repitiéndose en su mente una y otra vez. Se había tumbado en su lecho, pero sus pensamientos no lo dejaban descansar. A cada ruido o susurro del viento, Edric se levantaba y miraba hacia la puerta, inquieto, como si temiera que algo más pudiera suceder en cualquier momento.
Finalmente, sin poder soportar más la espera, se levantó, se colocó su túnica de lana y salió de su habitación. Los pasillos del castillo aún estaban en penumbra; solo el distante resplandor de algunas antorchas y la débil luz del amanecer rompían la oscuridad. Edric caminó con paso rápido, casi mecánico, hacia el ala este del castillo, donde se encontraba el calabozo en el que habían aislado a Aelith.
Cuando llegó a la puerta de la celda, el guardia que custodiaba la entrada, un hombre fornido llamado Godric, lo saludó con una leve inclinación de cabeza.
—¿Cómo está? —preguntó Edric, aunque su tono denotaba más preocupación que protocolo.
—Ha estado tranquila, pero ha tosido y se quejaba de dolor en la noche. No ha dormido mucho, mi señor —respondió Godric, abriendo la puerta de la celda con un crujido seco.
Edric entró despacio, y la imagen de Aelith lo golpeó como una puñalada. La joven yacía en la camilla, recostada contra la pared de piedra, con la piel aún más pálida que la noche anterior. Un sudor frío le perlaba la frente, y sus manos temblaban ligeramente. Sus ojos, normalmente vivaces, ahora estaban vidriosos y apagados, como si se estuviera desvaneciendo ante sus propios ojos.
—Aelith… —murmuró Edric mientras se acercaba, arrodillándose junto a la camilla. La joven lo miró con un débil intento de sonrisa, pero no logró ocultar el dolor que sentía.
—No me siento bien, sir Edric —dijo con voz débil, su respiración entrecortada—. Todo me da vueltas… No tengo hambre, solo... náuseas. Y la cabeza... —Llevó una mano temblorosa a su sien, cerrando los ojos como si el simple acto de hablar la agotara.
Edric la observó con una mezcla de preocupación y frustración. Había esperado que, tras los cuidados del maestre Alhred, Aelith pudiera mostrar alguna mejora, pero era evidente que su condición había empeorado. Su piel estaba húmeda y fría, y el leve color que había tenido la noche anterior se había desvanecido por completo, dejándola con una palidez casi fantasmal.
—¿Has podido comer o beber algo? —preguntó Edric, aunque ya intuía la respuesta.
Aelith negó con la cabeza lentamente, sus ojos se llenaron de lágrimas de impotencia.
—No puedo. Todo me da asco... y solo quiero vomitar. Pero… —se interrumpió, llevando la mano al estómago con una mueca de dolor—. Apenas puedo moverme. Me duele tanto…
Edric frunció el ceño, sintiendo un nudo en el estómago al verla tan indefensa. Era como si una sombra oscura estuviera carcomiéndola desde dentro. Se incorporó y se volvió hacia la puerta, donde Godric lo observaba con seriedad.
—Ve a buscar al maestre Alhred —ordenó Edric con urgencia—. Dile que venga de inmediato.
Godric asintió y se fue sin decir palabra, sus pasos resonando en el pasillo mientras Edric se giraba de nuevo hacia Aelith. La joven lo miraba con una mezcla de miedo y resignación.
—¿Voy a morir, mi señor? —preguntó Aelith en un susurro casi inaudible, su voz quebrada por el temor. La pregunta golpeó a Edric con la fuerza de un golpe seco. Nunca había sido bueno para mentir, pero tampoco podía permitirse mostrar el alcance de su propia incertidumbre.
—No, Aelith —respondió Edric, tomando su mano y apretándola con suavidad—. No dejaré que eso ocurra. El maestre vendrá y hará todo lo posible para que te recuperes. Eres fuerte, solo aguanta un poco más.
Aelith intentó sonreír, pero su expresión quedó a medio camino entre la gratitud y el dolor. Sus ojos se cerraron por un momento, como si cada segundo que pasaba fuera una lucha contra un agotamiento implacable. Edric permaneció a su lado, intentando transmitirle algo de la fuerza que él mismo apenas sentía. No podía permitir que el miedo lo paralizara; demasiadas cosas dependían de mantener la calma y seguir adelante.
Los minutos pasaron con una lentitud exasperante hasta que, finalmente, los pasos rápidos de Alhred se escucharon por el pasillo. El maestre entró con una bolsa de cuero llena de frascos y hierbas, su rostro tenso pero concentrado.
—¿Qué síntomas ha mostrado? —preguntó Alhred sin perder tiempo, mientras comenzaba a revisar a Aelith. Edric le explicó todo: los mareos, las náuseas, la falta de apetito y los sudores que parecían brotarle sin descanso.
El maestre inspeccionó la herida con ojos expertos, aunque su expresión se ensombreció al notar los bordes inflamados y la lividez de la piel alrededor del vendaje. Puso una mano en la frente de Aelith y frunció el ceño ante la fiebre evidente.
—Esto no es bueno, muchacho. Necesitamos evitar que la infección se extienda. Le daré un preparado para reducir la fiebre y algo para el dolor, pero su cuerpo está luchando contra algo más allá de mis conocimientos —admitió Alhred, mientras mezclaba raíces y hojas en un pequeño cuenco.
Edric se mantuvo en silencio, observando los movimientos meticulosos del maestre. Cada segundo que pasaba parecía confirmar que lo que ocurría con Aelith no era una simple dolencia. Algo más siniestro se estaba desarrollando, algo que ni el maestre ni sus conocimientos tradicionales podían comprender del todo.
—Haremos lo que podamos, pero debemos ser cautelosos —añadió Alhred, administrándole el remedio a Aelith, que apenas pudo tragarlo sin toser—. No podemos permitirnos otra tragedia.
Edric asintió, su mente ya enfocada en lo que debía hacer a continuación. Había una oscuridad creciente en Bredewald, y las respuestas que tanto necesitaban seguían escapando de sus manos. Lo único que quedaba claro era que el tiempo jugaba en su contra, y que cada nuevo día traía consigo un nuevo peligro para los que amaba.