La tarde del cuatro de agosto quedaría marcada. El día empezó con un sol radiante que no pronosticaba algo más que calma, era burlado con las nubes grises que se formaban a lo lejos trayendo la destrucción que se había planeado con antelación. Era el destino. Ya estaba profanado y nadie tenía el control sobre ello.
Las dos camionetas se enlistan. La primera como siempre protegiendo ante cualquier amenaza. Las nubes ya estaban haciendo su función con la densa lluvia que asomaba la carretera por donde viajaban. Una edificación en ruinas los esperaba dispuesta a resguardar en lo necesario.
Quien viajaba solo en la primera camioneta tenía en el pensamiento la conversación que estipulaba su fin. Sabía que sólo podía terminar en eso. El otro participante al que llamaremos “El Rey” no aceptaría otra cosa a cambio.
Las razones las mantenía siempre en la cabeza y mientras uno se condenaba por él cómo sería, El Rey reposaba victorioso observando el cielo con una copa de vino en su mano brindando solo, esperando la respuesta que le llegó a los pocos minutos.
“Todo está en orden, señor.”
Asintió probando el amargo sabor de la uva.
Los tres personajes restantes se mantenían por su lado sin inmutarse palabra alguna. Extraños. Así se sentían. En su mente no pudieron imaginar que todo llegaría a ese punto y menos se esperaron lo que pasaría a continuación. El conductor frenó de repente sacando del sueño a los dos de atrás quienes le reclamaban sin respuesta ya que él solo mantenía la vista al frente saliendo lo más rápido posible.
Uno de los de atrás, bajó confundido pero al ver la escena de enfrente su rostro se contorsiona dejando sin paso al otro que intentaba salir obligándolo a las malas.
Un grito desgarrante salió de su cuerpo al observar la camioneta del frente destrozada contra un gran árbol. La lluvia empapaba la escena queriendo borrarla. Corrió sin despegar los ojos que observaban el capo totalmente doblado soltando humo, los vidrios rotos y al conductor que venía con ellos queriendo sacar al otro hombre solitario que conducía.
Las rodillas le fallaron cayendo y enterrando alguno que otro cristal en sus manos y rodillas, el dolor no lo detuvo, siguió ayudando a sacarlo dejándolo en medio del frío pavimento.
La escena era aparatosa. El rostro con varios cortes adornándolo, sangre emergiendo de su boca, un gran pedazo de cristal enterrado en la boca del estómago y la mirada perdida. El conductor gritaba desesperado por el celular, a el otro las lágrimas le nublaban la vista llamando una y otra vez, reiterando lo que una vez no dijo sintiendo como miles de agujas le pinchan el cuerpo y el último que no podía siquiera moverse de su sitio observando todo y a la vez nada con los pensamientos estancados.
Los equipos médicos tardaron al llegar ya que el hombre de la mansión había ralentizado todo con una parte de su plan concluida teniendo la exacta ubicación que no utilizó, ya vendría el momento, solo hacía falta esperar a que cada ficha estuviese en su lugar.