Jade cayo de bruces en los brazos de su madre mientras que esta, por instinto, la sostuvo y la abrazo. Ambas arrojaron sus espadas, que cayeron al suelo como pesadas piedras.
Pronto, las lágrimas de la reina comenzaron a brotar. Se sentó, sin soltar a su hija, cuya sangre comenzó a esparcirse como un largo rio rojo sin final.
Fue ahí que la reina comenzó a recordar el pasado, de cuando sus hijas eran pequeñas y se la pasaban jugando en el patio. Especialmente recordó un día en concreto, donde recogían las flores del jardín. Tras eso, la institutriz de la princesa Miriam se acercó y dijo:
- Alteza, debe seguir estudiando.
Miriam miro con tristeza a Jade, quien comenzó a hacer pucheros porque quería seguir jugando con su hermana. Al final, la princesa heredera se marchó para continuar con sus estudios.
Jade siguió en el patio, saltando y corriendo. Hasta que tropezó y, estuvo a punto de caer al suelo, cuando Abigail la sostuvo a tiempo.
- ¡Jade! ¡Ten cuidado! - le había reprendido Abigail.
Jade se levantó rápidamente, se sacudió el vestido y respondió, con un tono de aburrimiento:
- Si, lo sé, las princesas deben ser recatadas.
Su madre se rio, lo cual desconcertó aún más a su hija. Al final ella le acaricio los cabellos y le dijo:
- A tu edad también era muy energética y siempre me ganaba algún raspón en las rodillas. ¡No había quien me contuviera! Pero quiero que estes bien y nunca te hagas daño.
Abigail recordaba que Jade había sonreído, sin comentar nada más. Eran tiempos tranquilos, donde jamás se imaginaria que las cosas terminarían retorciéndose de la peor manera.
El cuerpo de la princesa iba enfriándose rápidamente. Abigail solo podía llorar. Deseaba retroceder en el tiempo y ver en que se había equivocado con ella y con Miriam, por que las dos terminaron por despreciarla y cómo fue que su relación se enfrió.
El cielo comenzó a nublarse y, como si fuera una broma del universo, empezó a llover.
Los paramédicos del palacio se acercaron, intentaron separarlas para aplicarles los primeros auxilios. Pero Abigail se negaba a separarse de Jade.
- ¡Majestad! ¡Solo queremos ayudarlas! - dijo uno de los paramédicos.
- ¡No! ¡Déjenme! - bramo Abigail.
La pérdida de energías y el dolor, tanto físico como sentimental, hizo que no pudiera librarse de esos hombres y, al final, ellos consiguieron separarlas y meterlas en la ambulancia.
Ambas mujeres fueron trasladadas hasta el hospital central de la Capital, donde se levantó una fuerte vigilancia para asegurarse de que nadie entrara a hacerles daño.
Afortunadamente, las heridas de la reina Abigail eran leves y no tocaron ningún punto vital. Sin embargo, debía tomar reposo absoluto para poder recuperarse.
En cuanto a la princesa Jade, no corrió la misma suerte. Perdió bastante sangre tras el roce de la espada en su corazón, que atravesó sus arterias y destruyo sus pulmones. Intentaron reanimarla, no porque le tuvieran cariño, sino porque eran médicos y, como tal, debían seguir sus propios códigos de honor para salvar toda clase de vidas.
La respiración de Jade se detuvo, al igual que su corazón. No importaba cuanto intentaran reanimarla, era imposible. Al final, la dieron por perdida y cubrieron su cuerpo con una manta blanca.
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Los lideres de las tribus libres regresaron a sus tierras. La virreina recibió a su comitiva y, tras enterarse de que la princesa Jade falleció, lo primero que hizo fue liberar a todos los hombres que mando a capturar por sus órdenes. De esa forma, demostró que siempre cumpliría con la voluntad de la reina y ya no realizaría la “caza de salvajes” para el deleite de unos pocos privilegiados del reino del Norte.
Una semana después, los lideres de las tribus libres se reunieron con la virreina, ya que serían contactados por la reina Abigail. Todos sabían que ella jamás pretendió invadirlos, así es que estaban dispuestos a escucharla para llegar a un acuerdo que beneficiara a todos.
El comunicador se activó. De ahí, se transmitió la imagen de la reina Abigail, quien lucía un regio vestido negro de mangas largas y cuello alto, los cabellos recogidos en un rodete y una corona de cristales que reflejaban su dominio.
- Buenos días, caballeros y señora – saludo la reina – desde ya, gracias por estar todos presentes en esta reunión. Lamento mucho lo que mi hija le causo a las tribus del “Viejo Mundo”. Cuando me habían informado hace cuatro años de que los exploradores hallaron un terreno fértil, pero ocupado por una aldea pacifica, les ordene que los dejaran tranquilos y buscaran otros sitios libres de habitantes para fundar nuestra primera colonia. Tal parece que a Jade no le agrado la idea e intento hacerme “desaparecer” para controlar mi reino y autorizar la invasión.
- Estos cuatro años fueron muy duros – dijo uno de los lideres – Nunca hemos visto la cara del líder del reino invasor, pero le temíamos como al mismísimo demonio. Fue especialmente terrible para los mayores, que están acostumbrados a un estilo de vida más “natural”.
- Antes, recogíamos la comida del suelo – dijo otro líder – tras la invasión, nos vimos forzados a conseguir alimentos con eso que llaman “dinero”. También nos dieron tablillas con dibujos extraños e inentendibles, que lo llamaban “escrituras” y que, así, trasmitían sus historias.
- ¡Cierto! - dijo otro hombre – hasta ese momento, transmitíamos nuestras historias en voz alta y memorizábamos cualquier mensaje con facilidad. Nunca creímos que se podía escribir las palabras y saber interpretar esos signos para entender lo que quieren decirnos.
- Pero no todo fue tan malo – dijo un líder joven – la invasión trajo medicina y educación. Gracias a eso, muchas mujeres sobrevivieron a partos complicados y muchos niños crecieron el doble de lo que eran. También nos curamos de varias enfermedades que, antes, solo eran indicio de un inevitable destino en la tumba.
- Lo único que pedimos es que nos dejen en paz – dijo un líder más viejo – Tenemos nuestros propios motivos por los que optamos vivir lejos de la civilización y deseamos que respetaran nuestros derechos. Solo les dejaremos expandirse hasta cierto limite, pero de ahí ya no avanzaran más.
La reina Abigail analizo las palabras de los lideres. Incluso la virreina se puso tensa por saber que pasaría. Aunque perdió a su hija, la monarca no lucia triste, lo cual era de admirar ya que una reina debía saber ocultar sus sentimientos para no mostrarse débil ante su pueblo.
Tras un largo silencio, la reina al fin dijo:
- Está bien. El virreinato se extenderá hasta cierto limite. Pero si cambian de opinión, todos serán más que bienvenidos a unirse a nosotros.
La reunión se extendió por horas. Tenían muchos acuerdos que concretar y toda una larga lista de pendientes que llevar a cabo luego de esos cuatro largos años de ausencia.
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La corte dio la bienvenida a la reina, quien ya se había recuperado por completo de sus heridas. Todos comentaban entre si sobre lo sucedido, pero evitaban mirarla a los ojos ya que no querían sentirse en evidencia por no haberse puesto de su lado cuando más los necesitaba.
El rey Marco también se acercó. Ambos se tomaron de las manos y se dedicaron una sonrisa de complicidad. Aunque eran viejos y habían perdido a sus dos hijas, al menos tenían a su nieta y, con una buena guía, lograrían convertirla en una excelente reina.
La princesa Leonor estaba con el duque Tulio, dentro de una limusina que iba rumbo al palacio. Todos los habitantes de la ciudad asomaron sus cabezas ya que, a esas alturas, sabían que la heredera al trono seguía con vida y su tío jamás asesino al padre. Todo fue esclarecido y la esperanza de un reino florecido renació en sus corazones.
La princesa Leonor nunca supo que su tía falleció a manos de su madre. Los mayores prefirieron evitar explicarle sobre el suceso y hasta decretaron que si alguien le decía la verdad, seria sentenciado a muerte.
Una vez que la limusina llego, varios guardias se colocaron lado a lado, formando un sendero donde pudieran caminar la princesa y el duque.
Ambos caminaron con las manos tomadas. El duque sintió que una pesada carga se le había aligerado al ver que lo recibían con las puertas abiertas. Pero lo que más le alegraba era saber que, en la Nación del Sur, reconocieron su inocencia y le dieron la potestad de regresar las veces que quisiera a su patria natal.
Llegaron hasta el trono, donde vieron a ambos reyes, luciendo coronas de cristales y rubies. Ambos vestían trajes negros y portaban capas de color violeta, señal de que aun seguían de luto por el fallecimiento de su hija.
La princesa Leonor, al ver a sus dos abuelos juntos, se olvidó por completo de su etiqueta y corrió directo hacia ellos, con los brazos extendidos, diciendo:
- ¡Abuelitos!
Ambos reyes también se levantaron y recibieron a su nieta, con besos y abrazos. El rey Marco miro al duque Tulio, quien los contemplaba desde lejos, con una sonrisa.
Al final, los dos hermanos también se abrazaron y el rey le dijo:
- Gracias, hermano. No sé qué habría hecho sin ti.
El duque Tulio asumió con la cabeza y comento:
- Admito que me encariñe con la niña. No sé si podre separarme de ella, pero debo regresar a la Nación del Sur para dar mi informe a la reina Moria.
El rey Marco soltó una pequeña risa. Al final, le dio un par de palmadas en la espalda y le dijo:
- Mientras yo siga con vida, siempre serás bienvenido al palacio. Regresa cuando quieras, hermano. Te estaremos esperando siempre.
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Editado: 16.02.2024