Al siguiente día, todos estaban listos para la boda. Alexandra estaba con Vania, «ayudándola» a peinarse.
—Quiero mi pelo suelto, con un lindo adorno —le indicó Vania a la estilista.
—Espera, amiga. —Alexandra agarró del brazo a la señorita que ya le estaba enjuagando el pelo a Vania—. Yo te peinaré. Fuera de aquí —le ordenó a la chica, empujándola hacia la puerta de la habitación donde se encontraban y casi cerrándosela en la cara.
—¿Tenía que irse? —Preguntó Vania.
—Claro, nadie puede interrumpirme cuando estoy trabajando.
—Okey. Quiero el pelo suelto…
—No, no, no, no, no. —Alexandra movió su dedo índice de un lado a otro—. Tú tienes que confiar en mi buen gusto, amiga. Siempre andas con una coletita, y precisamente hoy, en tu boda, ¿qué mejor día para usar tu coletita? Eso es lo que a ti te distingue, hasta ya es parte de tu personalidad.
—Pero yo quería cambiar un poco mi estilo, verme diferente.
—Pero si te ves diferente, la gente se preguntará: ¿en dónde está la Vania que todos conocemos, la linda, la amable, la agraciada, la bonita, la que siempre usa su coletita?
—Oh, tienes razón, Alexandra, perdón —se disculpó la chica ingenua—. Confiaré en tu buen gusto y dejaré que me peines.
—Haces bien, amiga. —Alexandra le hizo una cola de caballo amarrada con una liga muy fea y dejándole los pelos de fuera, los cuales «tapaba» con adornos de flores ridículas y de colores que no combinaban—. Haces muy bien en dejar que yo te peine, te ves lindísima.
Vania estaba feliz y no se daba cuenta del plan malévolo de Alexandra.
Después de peinar y ayudar a vestir a Vania, Alexandra fue con sus sirvientas para que la arreglaran y maquillaran. En un momento, su estilista sin querer le jaló el cabello. Ella se puso fúrica y en seguida echó a todas de la habitación.
—¡Son unas inútiles! ¡Traigan a Julio! —Ordenó con voz fuerte. Ellas agradecieron que él no estuviera ahí para ver el jalón de pelo, de haberlo hecho, usaría de excusa que maltrataron el cabello de su princesa para atormentarlas.
Julio no se hizo esperar.
—¿Qué pasa, princesa?
—Péiname —le ordenó, tendiéndole el cepillo. Él lo tomó con desagrado y comenzó con su labor. Le hizo un peinado lindo y sencillo a la joven, pero ella no quedó conforme.
—¿Quieres que me vea bella, o no? —Reclamó la caprichosa chica.
—Estoy haciendo lo que puedo —le contestó un poco enfadado—. No sea tan severa… No puedo dejar de pensar en esos dos asquerosos de Tania y Eduardo. Los voy a asesinar —masculló Julio con voz llena de odio.
—No me importa, quítame esta cosa del cabello y hazme otro peinado.
—¿Por qué no deja que la peine una estilista? Digo, si no quería a la suya hubiera agarrado a la de Vania…
—Esa inútil —dijo Alexandra indignada—. ¿Para qué me hagan un peinado como el que yo le hice a Vania? No. Tú me vas a peinar, y más te vale que te apures y lo hagas bien y rápido, no seas inútil.
—Sí, mi princesa —dijo Julio de mala gana y enojado, solo que Alexandra no lo notó, estaba fantaseando, imaginando cómo Santiago dejaría a Vania y le confesaría su amor a ella. Ya se imaginaba en su boda, muy elegante, junto a Santiago, y a Vania en su castillo llorando en un rincón, abrazando un oso de peluche. La malvada princesa sonreía con malicia mientras Julio terminaba de hacerle un hermoso peinado.
Cuando terminó su tarea, fue a ver los adornos de flores, que habían llegado en la mañana, y con la excusa de ayudar a acomodarlos en las mesas de los invitados, sin que nadie se diera cuenta les echó un líquido verde que consiguió del mismo brujo que le dio al muchachito la fecha de la boda. «En menos de cinco minutos, estos adornos se pudrirán y apestarán en este patético lugar, ¡y qué bueno que son tan grandes, así la peste será peor!» Pensó divertido.
Luego regresó con Alexandra, y juntos fueron al jardín principal, en donde sería la boda. Los manteles de colores se veían bastante ridículos. Los comenzaban a pudrirse y el cielo estaba nublado. Los invitados estaban amontonados en las mesas, algunos estaban de pie porque Julio mandó a quitar diez mesas, y a los demás los acomodó de manera en que estuvieran incómodos.
La mesa de Alexandra tenía un mantel color azul cielo y tenía la mejor silla, seleccionada por su mayordomo personal; ella se sentó y espero a que llegara Santiago; Vania no le importaba para nada.
Pronto todo el lugar comenzó a apestar, haciendo que la incomodidad de los invitados aumentara. Alexandra tapó su nariz, haciendo su mayor esfuerzo para disimular una sonrisita cínica. Los sirvientes de Vania tuvieron que tirar los anturios, así que se quedaron sin arreglos para la boda.
El príncipe Santiago también estaba listo y vestido para la ceremonia, se veía muy bien. Usaba un traje muy elegante de color negro, unos zapatos del mismo color muy relucientes y una corbata azul rey.
Alexandra, cuando lo vio, se imaginó que el príncipe se acercaba lentamente a ella, le daba un beso en la mejilla y le susurraba en el oído con voz tierna que la amaba. Luego siguió imaginando que se iban en un carruaje a casarse a la orilla del mar bajo la luna llena.