El trabajo físico con Walter era extenuante, pero en mis horas de trabajo con él, mi alma podía por primera vez atreverse a surgir y a volar libre sin las miradas de reproche de los hermanos persiguiéndome por cada rincón. Ponía mucho cuidado en no dejar entrever a los hermanos que yo disfrutaba mi trabajo con Walter. Me esmeraba por quejarme constantemente y ensayaba distintas caras de disgusto cuando me encaminaba al galpón de las herramientas de Walter, después del desayuno y la meditación matutina. Los hermanos parecían estar satisfechos con mi posición como ayudante de Walter y agregaban castigos extras cada vez que me escuchaban refunfuñar. La mayoría de esos castigos consistían en tareas de limpieza desagradables que debía realizar en mi tiempo libre. Mi alma les daba la bienvenida. Cada hora de castigo significaba la posibilidad de seguir muchas horas más trabajando con Walter. Nunca llegaron a convertirse en castigos corporales. Hacía años que había aprendido a evitarlos. Conocía bien los límites de mi existencia en el internado. Enojar a los hermanos me había marcado repetidas veces la espalda con cicatrices que el tiempo no había podido borrar. Pero las marcas más profundas y duraderas eran las cicatrices que me habían quedado en el alma. Los hermanos tenían formas muy efectivas para destruir a una persona, destruir sus sueños, destruir su mente, destruir su alma.
Aquella mañana, me dirigí al galpón de las herramientas, como siempre. Sabía que Walter me esperaba para ir a cortar leña al bosque. Cortar leña no era mi fuerte, era difícil y agotador, pero la ventaja era que podía pasar toda la mañana en el bosque, entre los árboles que había aprendido a conocer y a apreciar. El bosque era mi refugio, mi pedazo de cielo en el mar infernal de mi existencia.
—¿Walter?— llamé, abriendo la puerta del galpón.
Me sorprendió no ver a Walter por ningún lado. Vi que faltaba una de las hachas. ¿Por qué no me habría esperado? ¿Me había demorado demasiado esta mañana? Miré al horizonte por un ventanuco, apenas amanecía. Todavía era temprano. Me encogí de hombros. Tomé un hacha y me encaminé al bosque a encontrarme con él en el lugar acostumbrado. Era una mañana fresca y soplaba una brisa suave. Respiré hondo. Los olores del bosque me invadieron los pulmones y el alma. Me permití silbar una tonada mientras caminaba con el hacha al hombro, acariciando los troncos de los eucaliptos. Arranqué una hoja fresca de una rama cercana al suelo, la olí con los ojos cerrados por un momento y me la metí a la boca.
Todavía estaba masticando la hoja de eucalipto cuando lo vi. Estaba sentado en un tronco caído en medio del claro. Los dedos de las manos entrelazados, tensos. Los dientes apretados, la mirada concentrada en una ramita caída en el suelo que movía nerviosamente con la punta de la bota derecha. Nunca había visto a Walter así.
Walter no era monje, ni tampoco uno de los internos. Walter era uno de los pocos trabajadores externos al complejo. Los hermanos lo empleaban porque trabajaba por menos que nada y no les causaba problemas. Conocía su trabajo, jamás se quejaba y trabajaba sin descanso, evitando todo contacto con los hermanos. Para los hermanos, era un empleado ideal. Cuando le dijeron que le iban a enviar a uno de los internos como ayudante, no había mostrado reacción alguna, ni de gratitud, ni de satisfacción, ni de desaprobación. Solo había hecho una inclinación leve con la cabeza, indicando que entendía, y había regresado a su trabajo. Pero aquella falta de emociones era solo una táctica para que los hermanos no anduvieran husmeando en sus asuntos. Parecido a lo que yo hacía con mis quejas continuas para que no me sacaran de mi trabajo con Walter.
Yo era frustrantemente inútil en todas las tareas que Walter me asignaba, pero él, con paciencia infinita, me explicaba y me enseñaba mil veces hasta que yo lograba algún tipo de resultado. Y no importaba cuan pobre fuera lo que lograra, Walter me miraba, torciendo la boca de un lado hacia arriba en un intento por reprimir una sonrisa de aliento. Los hermanos nunca me habían alentado en nada. Nunca habían expresado ningún tipo de satisfacción ante mis logros. Walter, con su sonrisa torcida, me había dado lo que los hermanos me habían negado toda la vida. Me había hecho sentir valorado por primera vez en mi vida.
—Walter, ¿qué pasa?— pregunté asustado.
Él levantó la mirada del suelo, saliendo de su ensimismamiento. Se acomodó su viejo chaleco de cuero desgastado y me miró fijo por un momento. Luego, dio un largo suspiro y se agachó, buscando a ciegas algo debajo del tronco donde estaba sentado. Cuando por fin lo encontró, me lo extendió con los labios apretados. Era un paquete rectangular, envuelto en papel madera y atado con hilo de algodón.
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Editado: 24.03.2018