Al llegar a mi habitación, abrí rápidamente la puerta. La señora Cerbara entró detrás de mí, y la cerró de un golpe. Por un momento, me invadió la angustia del inimaginable castigo que sufriría, si alguno de los hermanos me descubría encerrado en mi habitación con una mujer.
—Tal vez debería esperar afuera— le dije, tratando de no parecer descortés.
Ella me miró sin comprender:
—¿Por qué?
—No se permite que... Los hermanos no permiten que... Una mujer no puede estar sola en una habitación con un hombre...— tartamudeé.
—¡Qué ridículo!— dijo ella, revoleando los ojos. No tenía ninguna intención de abandonar la habitación—. Prepara tus cosas, rápido— me instó.
Abrí el ropero y me detuve en seco.
—¿Qué pasa?— preguntó ella.
—Nunca he viajado a ninguna parte, nunca he salido del complejo...
—Si lo que estás diciendo es que no sabes qué llevar— dijo ella, mirando mi ropa que colgaba de las perchas—. Te diría que te lleves todo. No pareces tener mucho de todas formas.
—No es eso... Es que no tengo donde...
—¡Ah!— comprendió ella. Acto seguido, hurgó en su enorme portafolio y sacó un bolso que desplegó ante mí—. Pon tus cosas aquí.
Asentí. Saqué mis camisas del ropero, y cuando me dirigí a la cama para apoyarlas y doblarlas, se me congeló la sangre. La señora Cerbara tenía la mirada clavada en algo que sobresalía debajo del colchón.
—¿Qué es esto?— dijo, estirando la mano hacia el objeto.
El tiempo pareció ralentizarse, y dejé caer las camisas al suelo. El sonido de mi propia respiración resonaba en mis oídos como un eco lejano, mientras veía el movimiento inexorable de su mano hacia el libro escondido bajo el colchón. Dando un paso sobre las camisas caídas frente a mí, intenté llegar al libro antes que ella. Pero cuando mi mano tocó el colchón, ella ya tenía el libro en la mano y lo había abierto. Extendí la mano para arrebatarle el libro, pero tres golpes fuertes en la puerta me paralizaron. Sentí que las lágrimas asomaban a mis ojos. Y justo cuando pensé que todo estaba perdido, que jamás saldría del complejo, que los hermanos me encerrarían de por vida en algún sótano maloliente por tener en mi posesión aquel libro de blasfemias, ella levantó la vista del libro, me dirigió una sonrisa cómplice, cerró el libro y lo metió en su portafolio.
—Pon los otros aquí mientras distraigo a los hermanos, no queremos que los descubran en tu bolso— dijo, señalando su portafolio.
—¿Cómo sabe...?— comencé, pero ella me guiñó un ojo y me cortó:
—¡Rápido!
Saqué los otros libros de sus escondites y los metí precipitadamente en su portafolio, mientras ella se desabotonaba un par de botones de la camisa y abría la puerta con una sonrisa condescendiente. Era el hermano Darío. Suspiré aliviado. El hermano Darío era tan perverso y severo como cualquiera de los otros hermanos, pero era mucho menos inteligente. La señora Cerbara no tuvo inconvenientes en mantener al hermano Darío fuera de la habitación, con la mirada clavada en su escote. No alcanzaba a distinguir lo que le decía, pero su voz era afable y provocadora.
—Todo listo— anuncié, mostrando el bolso cerrado a la señora Cerbara. Noté que el hermano Darío tenía la cara roja, y solo atinó a asentir levemente hacia mí.
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Editado: 24.03.2018