Me introduje por el agujero, y Dana me siguió de cerca. Un aire frío penetraba la oscuridad mientras avanzábamos gateando por el estrecho túnel. La superficie era de ásperas rocas puntiagudas que lastimaban las manos, pero seguíamos sin tregua. Después de cinco minutos, se comenzó a insinuar una pendiente.
—¡Está bajando!— exclamó Dana, preocupada.
—Sí— confirmé.
—Esto no es una salida, estamos internándonos en las profundidades, no estamos yendo hacia la luz.
—Es posible que haya corrientes de agua subterránea que nos lleven a alguna parte de afuera.
Gateamos en silencio un momento más. Las manos me sangraban, lastimadas por el roce de las rocas. De pronto, dejé de sentir la pared de roca rozando mi espalda.
—Un momento— dije, levantándome con cuidado.
—¿Qué pasa?
—El túnel se hace más grande en este tramo, levántate, creo que hay más de dos metros de altura.
—Es cierto— dijo ella—. De ahora en más podremos caminar.
—Dame la mano— dije.
Al cabo de unos quinientos metros, mis oídos, acostumbrados al absoluto silencio, se percataron de un sonido continuo y conocido.
—¿Lo escuchas?— pregunté a Dana.
—Sí— dijo ella—, sí, claro que lo escucho— repitió, riendo.
—Es agua, agua que corre— dije casi sin poder creer en tan optimistas palabras.
—Es la más bella música que he escuchado en mi vida— declaró ella.
Apreté con fuerza su mano y apuré el paso hacia el encuentro de nuestra salvación. El cansancio y la angustia se habían borrado por completo de nuestros corazones.
Corríamos por la oscuridad, cuando de repente, mis pies no encontraron más que la nada para sustentarse. Tal había sido nuestro entusiasmo que la imprudencia nos había invadido y no pudimos saber que delante nuestro había un precipicio. Por suerte, yo había alcanzado a soltar la mano de Dana cuando caí sin remedio, y, extendiendo los brazos, alcancé, no sé cómo, una pequeña saliente en la rugosa roca.
—¡Lug!— oí el grito desesperado de Dana desde arriba.
—Ten cuidado— le grité—. ¡No te acerques al borde!
—¿Dónde estás?— gimió ella, palpando el borde rápidamente.
Pero era inútil, yo había caído demasiado abajo, y Dana no podía alcanzarme para ayudarme a subir.
—¡Dana!— grité—. El agua está allá abajo. Ve si encuentras un lugar para descender— mi voz resonó estentórea en todo el lugar.
—¡Por el gran Círculo! ¡No puedo alcanzarte!— gritó ella, desesperada, tirada boca abajo y extendiendo los brazos sobre el borde.
—Busca un lugar por donde descender— repetí—. No temas por mí, podré resistir bastante.
—No hay por donde bajar— informó ella.
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Editado: 24.03.2018