—Buenos días, mi amor— su voz sonó alegre.
Yo apenas me podía sostener en pie. Hacía más de dos días que estaba colgando de los brazos o parado. No había podido dormir. Tenía los miembros entumecidos, y me dolía todo el cuerpo, pero ya no me importaba. Ya nada me importaba. Ansiaba morir, y el secreto del lugar del Concilio moriría conmigo.
Ella me besó los labios, pero no le respondí el beso. Ella suspiró decepcionada, y se paró detrás de mí, abrazándome el torso con fuerza, presionando su pecho contra las heridas de mi espalda. Apreté los dientes para no gritar.
—¿Por qué tan poco entusiasmo, mi amor? ¿No te alegras de verme?— me murmuró al oído desde atrás.
—Tal vez si pudiera verte...— respondí entre dientes.
Ella aflojó el doloroso abrazo, y se paró frente a mí.
—Tienes razón— dijo.
Con una mano, tironeó bruscamente la venda que cubría mis ojos. Aunque la luz era tenue en el lugar, me hirió los ojos como si fuera el sol del mediodía. Cerré los ojos un momento con una mueca de dolor, y luego los volví a abrir lentamente. La habitación donde estaba era de piedra, y no tenía ventanas. Toda la iluminación provenía de una sola antorcha colocada en un soporte en la pared derecha. Detrás de la mujer, vi la puerta de madera gruesa con grandes herrajes de hierro. A la izquierda de la puerta, había una mesita con una jarra y un vaso, y una silla de madera a su lado. Volví la atención a la mujer que tenía frente a mí. Tardé unos momentos en poder enfocarla. El cansancio y el dolor debían estar nublando mi mente porque la mujer que estaba ante mí era una mujer que yo conocía muy bien. Pero no podía ser. Su cabello rubio caía en cascadas, y tenía los ojos azules clavados en los míos. Sus labios estaban curvados en una sonrisa burlona. Vestía botas de cuero marrón y un pantalón negro ajustado. En la parte de arriba, llevaba una camisa blanca cruzada por manchas rojas en forma de tiras.
Cuando vio que le miraba la camisa, se miró ella también y comentó complacida:
—Tu sangre es muy decorativa. Éstas son las marcas de las heridas de tu espalda. Espero poder combinarlas pronto con sangre de tu pecho.
La miré a los ojos, confundido. Ya no estaba seguro de nada pero... ¿Era ella? Tenía que saberlo.
—¿Dana?
Ella apretó los labios enojada y me golpeó la sien con el puño cerrado. El golpe me dejó mareado y más confuso que antes. Ella fue hasta la pared de atrás y recogió la cadena, dejándome suspendido una vez más. Cuando volvió frente a mí, su mano blandía un objeto frente a mis ojos. Reconocí el puñal de Dana.
—Hora de sangrar— dijo con una sonrisa perversa.
Sin darme tiempo a responder o a pensar, comenzó a deslizar lentamente la hoja del puñal por mi pecho. Mientras brotaba un hilo de sangre, ella tenía la mirada clavada en la mía, desafiante. Apreté los dientes y contuve la respiración. Ella bajó la vista por un momento para ver la herida. La estudió por un instante, como un artista estudiando cuál será la próxima pincelada de su obra. Apoyó de nuevo el puñal e hizo otro tajo más profundo, cruzando el primero. No pude contener un grito. Ella sonrió satisfecha, mordiéndose el labio inferior, excitada.
—¿Por qué?— pregunté jadeando.
—Porque ahora eres mío— respondió ella acariciando mi mejilla con la punta de los dedos—. Ahora podemos estar juntos, sin que nada ni nadie se interponga. ¿No es eso lo que querías?
—Pero... ¿por qué me lastimas?
—Porque tú me lastimaste primero— murmuró ella suavemente. Me acarició el cabello y me dio un beso suave sobre la herida de la mejilla.
—Perdóname— le supliqué.
Ella asintió:
—Pronto. Una vez que pagues la culpa, ya no tendré que lastimarte más.
Asentí.
—¿Me amas?— preguntó ella.
—Con todo mi ser— le respondí suspirando.
—Entonces, quiero darte algo especial. Algo para que siempre me lleves en tu corazón. ¿Harás eso por mí? ¿Me llevarás siempre en tu corazón?
—Sí, siempre— prometí.
Ella sonrió complacida.
—Espérame aquí un momento. Volveré enseguida.
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Editado: 24.03.2018