Todos nos quedamos sin habla, con la boca abierta, los ojos desorbitados tratando de asimilarlo todo. La magnificencia y complejidad de la ciudad de Faberland que se alzaba ante nosotros estaba más allá de toda descripción.
—Es...— intentó Althem.
—Es enorme...— le ayudó Verles.
—Es extraña...— aleteó Anhidra por un momento antes de posarse en el suelo pulido.
—Es imposible...— agregó Dana.
—Es magnífica...— murmuré yo a mi vez.
—He visto muchas cosas en mi larga vida, pero nunca hubiera podido siquiera imaginar algo así— concluyó Calpar.
Bajo el techo de la cúpula, que irradiaba una luz que nos parecía casi cegadora después de la oscuridad del drenaje, se alzaban miles y miles de edificios de alturas imposibles. La luz se reflejaba en las paredes de cristal, formando incontables arcoíris. Los edificios estaban conectados por una maraña intrincada de cintas plateadas que llevaban personas en distintos niveles y a distintas velocidades de un lugar a otro. En los lugares donde las cintas tocaban las brillantes paredes de las construcciones, se podían ver como bocas que se abrían y se cerraban cambiando de color. Amarillo, verde, azul, rojo, violeta... miles y miles de bocas centelleaban una y otra vez sin parar. Era como si toda la ciudad latiera desbocada frente a nuestros ojos.
—Parece como si estuviera viva— murmuró Anhidra, extasiada.
Los demás asentimos con las bocas aún abiertas por el asombro.
En los niveles más bajos, la maraña de cintas transportadoras cedía espacio a otro tipo de construcciones. Había amplios espacios cubiertos de veredas verdes, donde la gente caminaba por placer. Cada tanto, se podían ver esplendorosas fuentes con cascadas de agua simuladas. Los murmurantes torrentes caían de alturas increíbles, abriéndose camino entre rocas artificiales, estratégicamente colocadas para imponer algo de orden al agua desbocada. Cada fuente era diferente. En vez de cascadas, algunas tenían salientes en el medio por donde explotaban chorros de agua coloreada que al mezclarse en el aire, formaban nuevos colores. A los lados de las veredas verdes, había unos postes marrones retorcidos que supuse simulaban árboles.
El nivel donde nosotros estábamos parados era el más bajo de todos, y no parecía ser un nivel muy popular porque no había casi nadie. Vimos a algunas personas en la lejanía, pero ninguno nos prestó atención, aún cuando debíamos ser una visión muy curiosa con nuestros atuendos incongruentes, sucios y apestosos. La única que se conservaba dignamente seca y limpia era Anhidra, que se había deslizado flotando suavemente, mientras nosotros chapaleábamos en un mar de inmundicia. Pero la presencia de un ser alado en medio de una ciudad tan tecnificada no parecía sobresaltar a nadie.
—Medio millón de personas...— dijo Verles, pensativo—. ¿Cómo vamos a encontrar a Eltsen aquí?
—Tal vez ni siquiera esté aquí— le respondió Althem.
—La última vez que me comuniqué con Tarma, me dijo que ya estaban bastante cerca. Eso fue hace varios días, así que lo más probable es que Eltsen ya esté aquí— intervino Dana.
—Aún así, ¿cómo vamos a encontrarlo en este mar de gente y de... de... de... cosas...?— dijo Althem, señalando con un brazo las cintas y los edificios, sin poder encontrar palabras para describir las imposibles estructuras que nos rodeaban.
—Preguntaremos— dije.
—¿Crees que sea seguro?— cuestionó Calpar, preocupado—. ¿Solo abordar a alguien y preguntar por Eltsen? ¿Qué tal si damos con gente que está en su contra? Nos meteríamos en muchos problemas...
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Editado: 24.03.2018