La noche se cernió sobre el caballo, a quién yo había dado el nombre de Kelor en honor de aquel noble unicornio, y sobre mí. Dormimos juntos en la hierba, penetrados por el frío, la incertidumbre, y por una llovizna fina y constante. La capa plateada era impermeable y me protegía bastante bien de la humedad, pero el cielo plomizo y la soledad de la llanura aumentaban la sensación de desamparo y melancolía.
Trataba de concentrarme en Ailill, en Cariea, en cualquier cosa, pero mi mente siempre retornaba a Dana. Me di cuenta de que si pudiera descubrir lo que decía aquel mensaje en Yarcon, entendería por fin lo que había cambiado, lo que había hecho que Dana no pudiera soportar verme. Los símbolos de aquella pared estaban grabados a fuego en mi memoria. Los había recorrido mil veces en mi imaginación, pero seguían tan incomprensibles como la primera vez que los había visto. Por un lado, desesperaba por saber el significado de aquel mensaje, pero por otro, el que Dana se negara tan vehementemente a revelar aquellas palabras, me hacía dudar de querer saberlo realmente. Sabía que debía ser algo terrible, inimaginablemente horrible. Temía que el mensaje revelara algo monstruoso sobre mí... pero tenía que saberlo...
Suspiré, aún si conseguía descifrar el mensaje de Marga, eso no cambiaba el hecho de que Dana no sentía nada por mí, de que yo solo había sido una misión para ella, un deber para con su gente. Solo me había tolerado para cumplir con su trabajo.
Había otra cosa que me preocupaba: no sabía si sería capaz de matar a Ailill. Sabía lo que era, sabía los crímenes que había cometido, pero aún así, no estaba seguro de que no mereciera una posibilidad de arrepentirse y cambiar. Merianis me había dicho que Ailill ya había recibido esa oportunidad y que la había rechazado, condenándose a la oscuridad. Pero tal vez yo pudiera mostrarle que era posible llevar otro tipo de vida, una vida de luz. Tal vez ahora aceptara la posibilidad de cambiar. Si el odio y el miedo habían llevado a Tarma a torturarme y casi matarme, tal vez lo mismo le había pasado a Ailill. Si había perdonado y redimido a Tarma... ¿por qué no dar a Ailill la misma oportunidad? Casi podía ver en mi mente el rostro preocupado de Merianis, tratando de convencerme de que los Antiguos estaban más allá de toda redención y perdón, de que yo debía madurar y comprender que el mundo no era tan inocente como yo lo concebía.
En fin, tanto si debía matar o perdonar a Ailill, primero tenía que encontrarlo. Hacía dos días ya que cabalgaba casi sin parar hacia el norte y no había señal del Antiguo. Había pensado que sería fácil localizar a más de mil personas acampando o marchando, especialmente en aquel terreno llano que no tenía nada que pudiera ofrecer refugio, pero la llovizna constante y helada disminuía la visibilidad drásticamente y no me permitía orientarme bien. Usaba mi habilidad constantemente para detectar si había alguien por los alrededores, pero hasta ahora no había encontrado nada. No sabía cuántos días más podría resistir Cariea.
Hacia la mañana del tercer día, mientras cabalgaba desalentado, pasándome a cada rato la manga de la camisa por los ojos para secar el agua molesta de la llovizna, me invadió de pronto una sensación extraña y a la vez conocida. Detuve el caballo y me concentré para descubrir si podía detectar patrones en los alrededores. Nada, no era eso. Era otra cosa. Miré en todas direcciones desde arriba de mi caballo, allí parado en medio de la nada, rodeado por la neblina y la humedad fría de la llovizna. Nada. No veía nada.
De pronto me di cuenta: no solo no veía nada, sino que tampoco escuchaba nada. Aquel silencio no era natural. Había experimentado aquel extraño silencio antes... Enseguida, comencé a oír una música suave que me atraía, y había también una luz... mi alma pareció llenarse de serenidad, y poco a poco, comencé, como las otras veces, a comprender lo que los tetras con su extraño lenguaje me querían decir:
—Peligro... pequeña criatura lastimada... bondad... lastimada... volar... no
Cariea.
—¿Dónde?— pregunté, y mis labios no dejaron escapar la palabra sino una corta melodía.
—Ocaso— fue la respuesta, luego las criaturas se unieron en un círculo dorado y desaparecieron.
—Hacia el oeste, Kelor— palmeé el cuello del caballo.
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Editado: 24.03.2018