Una campana sonó a lo lejos, entre la niebla, y Ruth se acomodó la capa para protegerse del viento que soplaba sobre el mar. Era una noche fría de octubre, y la bruja no pudo menos que reírse por lo bajo. Jamás pensó que en aquel recóndito lugar pudiese haber algo similar a las estaciones.
Puerto Calea era un sitio de paso para hechiceros y brujos de todos los mundos conocidos. Era... un puente, entre ellos... y hacia Avalon. Miró hacia las negras aguas. Hacía siglos que Avalon ya no era una misteriosa isla en medio de un lago tenebroso, sino que había sido trasladada a otra dimensión especial a la que solo se podía acceder en barco, y desde aquel puerto. Suspiró y apoyó los brazos sobre la barandilla del muelle. Hacía tres años que no veía a su hermana y aun así, le parecía que había sido el día anterior cuando se había casado frente al colorido panteón de Dioses que había bajo la fortaleza-santuario que daba nombre a la isla. Recordar a su ex marido hizo que apretase los puños: ya no sentía dolor por su pérdida, ni siquiera por el hecho de que, en el año que él estuvo con ella antes de huir sin ninguna explicación, no hubiesen conseguido siquiera tener un hijo. No, lo que le enfurecía era el hecho de sentir... que se había equivocado, y que ella se merecía algo mejor. No por ser una Derfain, no era de las que apoyaba la superioridad de unas familias sobre otras. Si lo hiciera, no habría asumido el mando de Madrid. No, se trataba de algo más ancestral, más visceral: el hecho de que alguien pensara que podía hacer lo que quisiera con ella, abandonarla y volver cuando le viniera en gana. Porque, realmente, su breve matrimonio no fue feliz. No había noche en la que Ruth no se despertase, sola en su gran cama de matrimonio, sin una nota ni nada que indicase adónde se había ido él. Por eso, después de la separación, cambió su adorada Perth por Madrid y decidió dar un giro a su vida. Su apellido, mal que le pesara, y un golpe de suerte al retirarse el anterior Hijo de Júpiter, fueron los que lograron que los alumnos de aquella apartada Escuela la aceptasen de buen grado desde el primer momento. Sus consejeros, cuando surgía la conversación, también insistían en que había sido por su franqueza y su forma de ser, tan paciente y amable, pero Ruth no era una mujer que se creciese frente a los halagos; aunque el cariño que ellos le dieron compensó con creces el dolor de sus heridas.
La campana volvió a sonar de nuevo y Ruth alzó la vista: algún transbordador o ferry llegaría de algún sitio. Y fue entonces cuando lo vio. Y se le heló la sangre.
Su cabello rubio, más oscuro que el de ella, que era casi platino, brillaba tentador bajo una farola, unos veinte metros más allá, junto a las escaleras que bajaban al embarcadero. Ruth se quedó mirándole fijamente, sin creérselo... y sin poder evitarlo. Él pareció sentirse observado, porque se volvió también hacia ella. Aun en la distancia, Ruth pudo ver su sonrisa, e intuyó la acerada mirada de sus ojos azules, más oscuros que los suyos propios. "Hay más oscuridad en él que en mí", pensó, sintiendo al mismo tiempo que el pulso se le aceleraba dolorosamente. No era posible. No en aquel momento. No tenía ni tiempo ni ganas para ello.
Él no parecía tener intención de aproximarse. No obstante, Ruth sabía que eso podía ser porque ella tenía que pasar por aquellas escaleras para embarcar. Y él sabía que no estaba allí por casualidad; nadie lo estaba en Puerto Calea. Por tanto, Ruth decidió acercarse despacio, con aire despreocupado, hacia su posición. Él no se movió, sino que dirigió de nuevo la vista hacia las oscuras aguas de la pequeña cala. Cuando Ruth llegó a su altura, ni siquiera pareció notarlo. La hechicera se sentía como si un cuchillo le desgarrase el alma de la cabeza a los pies cada vez que le miraba. Seguía tan guapo y gallardo como siempre: alto, musculoso, con el pelo ondulado y enmarañado brillando bajo la lámpara de gas que bailaba a unos dos metros sobre su cabeza. Vestía como un humano corriente, con gabardina, camisa y vaqueros, y Ruth sintió un escalofrío, provocado por una sensación indefinida entre el deseo y la repulsa al pensar en qué haría él si le saludaba. Pero él se adelantó.
—No esperaba verte aquí —dijo sin volverse.
Ruth se detuvo como detenida por un muro invisible; tragó saliva, e intentó responder con la voz más serena que fue capaz.
—Han pasado dos años. Yo ni siquiera esperaba verte, Akhen.
Eso quizá había sido demasiado brusco, pero sirvió para que él se diese la vuelta. Ruth pensó que se desmayaría de un momento a otro cuando su mirada azul se posó en ella. No, reconoció interiormente, estaba claro que no lo había superado.
—No seas así, cariño —dijo él con un mohín y voz melosa— no sabes cuánto lo siento, pero... —suspiró y pareció buscar las palabras— era necesario.
Ruth se ofendió.
—¿Necesario? —inquirió con acidez—. Todas las noches que me abandonaste, ¿fueron necesarias también?