La Profecía del Fénix

PRÓLOGO

El viento sopló con fuerza, agitando las copas de los árboles de un lado a otro. El cielo nocturno deslumbró su belleza gracias a las infinitas luces parpadeantes, de la cual sobresalió la luna tornándose de un color rojo fuerte semejante a la sangre.

La imagen sangrienta de la luna llena se reflejó en el agua cristalina de una hermosa laguna, muy conocida entre los seres vivos, llamada: La Laguna de la Vida, de función crucial para todo ser viviente. El agua de esta se absorbía a través de la tierra y esparcía por todo el mundo el maná de la vida, nutriendo a cada árbol y a otras fuentes de agua, y, por ende, a los seres vivientes del planeta.

Del interior de la oscura selva, una débil luz naranja poco a poco tomó fuerza, haciendo que su intensidad fuera mayor con los segundos. Al poco tiempo, la luz cegadora emergió de la oscuridad, dejando a la vista a un majestuoso León. Los ojos le brillaban de un naranja vivo; su tamaño intimidaba a cualquiera y la enorme melena ardía en poderosas llamas, pero contrario a lo que muchos pensarían al verlo, no lo consumían, sino que formaban parte de él.

El león se acercó al borde de la mística laguna, bajó el hocico y bebió agua en grandes cantidades. Por un instante, las llamas en su melena se apagaron casi por completo, y segundos después dieron paso a llamaradas con el doble de fuerza. Era un claro ejemplo de la importancia y del poder de la Laguna de la Vida, la fuerza vital de los seres vivientes.

No era necesario que las criaturas bebieran directamente de la fuente, ya que su maná llegaba a ellas por diversos medios: los alimentos que ingerían. El agua de esta misteriosa poza podía mantener vivo a cualquier ser incluso en los límites de la muerte, pero solo aquellos de alma pura podían hacerlo, y, si era impuro, le generaba una reacción inversa convirtiéndolo en cenizas.

El león miró hacia el centro de la laguna, al contemplar el reflejo de la luna retrocedió dos pasos elevando el rostro lentamente al cielo. En el fondo de su corazón deseó que se tratara de una alucinación, pero al mirar el satélite sangrante, confirmó que era una escena real.

—La luna llena tomó el color de la sangre! —rugió atemorizante—. El momento llegó.

Dando un giro repentino y rápido, el imponente león corrió el mismo sendero por el cual llegó. En segundos ingresó a la oscura selva y, rápidamente aquella voluminosa bola de fuego desapareció entre la oscuridad.

A unos cinco kilómetros de la laguna, se hallaba un enorme castillo. En la tercera habitación de la torre más alta, había cientos de criaturas muy pequeñas, que no eran más grandes que del tamaño de un meñique. Las diminutas hadas brillaban de amarillo y otras de naranja, pero, a todas, sin excepción alguna, les ardía el cabello en llamas al igual que sus alas.

Sobre una cama moldeada en oro y cubierta por sábanas blancas de seda, descansaba una indefensa anciana canosa. Todas las hadas en la estancia miraban, algunas estaban en shock, otras volaban desesperadas de un lado a otro y, unas cuantas lloraban entristecidas derramando lágrimas de fuego por la desgracia que en poco tiempo acontecería.

A un lado de la cama estaba un candelero donde antes existieron mil velas, ahora solo quedaba el rabillo de una, su brillo era débil y cada segundo que transcurría su luz disminuía más.

Sujetando la mano arrugada de la anciana, se hallaba un pequeño duende de nariz larga y torcida hacia arriba, carecía de orejas mas no de conductos auditivos, su piel era escamosa semejante a la de un reptil y brillaba como un arcoíris. Se negaba rotundamente a voltear la mirada hacia aquella vela que estaba a punto de apagarse. Este a diferencia de las hadas no ardía en llamas, y sus ojos desbordaron lágrimas líquidas y no de fuego.

De un portazo se abrió la puerta de la habitación, dando paso a un majestuoso león ardiente en potentes llamaradas. Todas las hadas se sorprendieron al ver la llegada del felino, y pronto, un silencio llenó el aposento.

Débil, la anciana levantó la mirada hasta el visitante, se alegró tanto al verlo que una pequeña sonrisa se dibujó en su rostro arrugado. Lo estuvo esperando, y por un momento temió que no llegara.

El león la miró entristecido, incluso más que las mismas hadas de fuego. Se acercó a la moribunda anciana y reverenció ante ella, luego se echó a un lado de la cama.

—Le, Leozurth... —tartamudeó la vieja, el labio inferior le tembló—. Mi querido y fiel Leozurth, pensé que no podría verte antes de partir.

La luz del león lamentado comenzó a opacarse perdiendo su brillo. Sus grandes ojos naranjas miraron atentos los ojos casi apagados de la pobre anciana, le transmitía tristeza y pena, no solo a él, sino también a cada ser presente.

Una vez más, tras cien años la historia, se repetía el ciclo continuo para la moribunda anciana.

A los demás, Leozurth les podía resultar ser alguien muy atemorizante y frío, pero contrario a ello, poseía un corazón puro lleno de nobleza, y al igual que todo ser vivo tenía su punto débil: ver a la anciana en ese estado deplorable.

—Mi deidad... —musitó destrozado—. Tú más que nadie mi deidad, no mereces estar en esta situación.

Él volvió a reverenciar, pero esta vez solo con la cabeza, unas chispitas volaron de su melena y se apagaron en el aire. Tiempo atrás ella le anunció algo, y eso es lo que más lo entristecía.




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