La Profecía Rota - Libro 3 de la Saga De Lug

PRIMERA PARTE: El Prisionero - CAPÍTULO 14

Lug estaba preocupado. Ana no había vuelto a aparecer. No sabía cuánto tiempo había pasado en esa celda sin ventanas, no sabía si era de noche o de día, pero juzgaba que ya eran más de veinticuatro horas desde que Ana se había despedido de él con el plan de hurgar entre las cosas del Supremo para descubrir su identidad. Algo estaba mal. El corazón se le encogió al pensar que tal vez habían descubierto a Ana revisando cosas indebidas y que ahora estaría en peligro por su culpa.

Sentía deseos de gritarles a los guardias para que abrieran la celda, y así preguntar por ella, pero sabía que sus gritos solo le ganarían que lo amordazaran de nuevo. No quería estar amordazado. En la oscuridad de la opresiva celda hecha con madera de balmoral, todo lo que podía hacer era esperar.

Su corazón saltó esperanzado al escuchar el tintineo de las llaves y el sonido de los engranajes de la cerradura de la puerta al abrirse.

—¡Ana!— exclamó con alegría al verla entrar presurosa.

Ana ni siquiera lo saludó.

—Beba esto— dijo, sacando de entre sus ropas una extraña botellita con un líquido azulado y acercándolo a sus labios.

            —¿Qué es?— quiso saber Lug.

            —Solo bébalo— repitió ella un tanto nerviosa, mientras lanzaba furtivas miradas a la puerta de la celda para comprobar que los guardias siguieran afuera.

            Lug hizo una mueca al sentir el sabor amargo del brebaje.

            —¿Qué es esto, Ana? ¿Qué ha pasado?— insistió Lug.

            Ella solo le sostuvo el mentón y le vació el contenido del frasco en la boca. El líquido era insoportablemente amargo en su boca. Era escupir o tragar. Lo tragó.

            —Para el mal sabor— dijo Ana, metiéndole un terrón de azúcar en la boca. Lug lo chupó de buena gana.

            Mientras saboreaba el azúcar, Lug vio el moretón violáceo en la mejilla de ella.

            —Ana, ¿qué...? ¿Quién te hizo esto? ¿Qué pasó?

            Ana sacó otro frasco y se puso unos guantes de cuero sin contestar. Abrió la túnica blanca y la camisa hasta dejar el pecho de él al descubierto.

            —¡Ana! ¡Qué estás haciendo!

            —No hay tiempo para que le explique, tendrá que confiar en mí— le dijo ella, sacando un pañuelo.

            Mojó el pañuelo con el líquido y comenzó a frotarlo por su pecho. Un ardor intenso lo invadió.

            —Ahgh, Ana, ¿qué...?

            Ana hizo caso omiso de sus protestas. Volvió a cerrar la camisa y la túnica, y luego desprendió los puños de la camisa, arremangándolo hasta los codos. Frotó más de ese líquido en los antebrazos de él, y volvió a desenrollar y cerrar los puños de la camisa, dejándolos como estaban.

            —Ana, por favor, dime lo que está pasando— pidió Lug, haciendo un esfuerzo por ignorar el ardor insoportable en los brazos y el pecho.

            —Lamento que las cosas tengan que ser así— dijo ella—, pero no se me ocurre otra cosa.

            —Ana, por favor, dime— rogó él.

            —El mensajero volvió con la respuesta— dijo ella con la voz quebrada—. Van a ejecutarlo.

            A Lug le corrió un escalofrío por la espalda. De repente, el ardor que sentía en los brazos y el pecho era la menor de sus preocupaciones. Abrió la boca otra vez para preguntar a Ana por qué le había hecho beber aquél horrible líquido, pero Ana no le dio tiempo, simplemente dio media vuelta y salió apurada de la celda.




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