Dana desmontó en medio del bosque y palmeó amistosamente el costado de Brisa.
—Quédate aquí— le dijo—. Debo ir al pueblo, pero volveré por ti. No dejes que nadie te vea.
Brisa asintió, obediente. Dana calculaba que aun faltaba un kilómetro para llegar a Cryma. Había decidido hacer el último tramo caminando. No quería llegar montada en aquella espléndida yegua, pues llamaría demasiado la atención.
Dana comprobó que su puñal estuviera a mano, escondido en su bota, se alisó el vestido negro y se arregló un poco el cabello. Dando un cansado suspiro, echó a andar hacia Cryma. Había estado cabalgando casi sin descanso durante dos días, apenas había dormido y comido en su ansiedad por llegar a Cryma y averiguar si había algo de verdad en la visión que había tenido.
Cuando ya estaba cerca del pueblo, escuchó voces. La primera reacción fue apartarse del sendero de inmediato y esconderse tras unos arbustos. Pronto, los vio en el sendero. Uno estaba de negro con una capucha y el otro, vestido de gris, tenía un cuerpo flaco pero no endeble. En sus manos grandes y marchitas, saltaban unas venas azuladas, y su rostro, enmarcado en un cabello negro y lacio que le llegaba a los hombros, era bastante peculiar: los labios finos y apretados, el ceño constantemente fruncido, la nariz ganchuda, y unos ojos acerados y penetrantes de un negro profundo, tan profundo que impresionaban. A pesar de que su apariencia física parecía denotar fragilidad, aquellos ojos marcaban un fuerte contraste, aquellos ojos mostraban una fuerza oculta, una autoridad y un poder escondidos profundamente y a la vez listos para ser ejercidos en cualquier momento.
—¡Un ahorcamiento público!— exclamó el de gris, enojado—. Te dije que Lug era un hombre peligroso, te dije que no debías sacarlo de la celda de madera especial. Debiste matarlo allí mismo.
El corazón de ella le dio un brinco en el pecho, y casi estuvo a punto de dejar escapar un grito.
El de negro se bajó la capucha, suspirando. Dana abrió los ojos como platos y se le congeló la sangre al reconocer su rostro.
—¿Qué hace él aquí?— se preguntó ella, sorprendida—. ¿Cómo es posible...?
Pero al punto, interrumpió sus reflexiones para poner toda su atención en la conversación de los dos hombres.
—No causó problemas al sacarlo de la celda. Lo trasladamos en una jaula hecha con esa madera especial hasta el patíbulo y lo ahorcamos frente a todo el pueblo— protestó el de negro.
Dana suspiró y trató de contener las lágrimas, pero no pudo. El corazón le latía más fuerte que nunca, y tuvo que dominarse para no correr hasta el de negro y matarlo con sus propias manos.
—¿No usó su habilidad?— inquirió el de gris.
—No.
—¿Entonces, cómo escapó?
—Tuvo ayuda.
—¿Ayuda? ¿La gente del pueblo se reveló, los atacó?
—No.
El de gris agarró al de negro de la camisa bruscamente y le espetó con los dientes apretados:
—Entonces explícamelo, explícame cómo un hombre colgado del cuello, rodeado de sacerdotes, con todo un pueblo mirando, bajo tu dominio, escapó adelante de tus narices sin usar su habilidad.
El de negro tragó saliva.
—La soga se cortó, y el cuerpo cayó al suelo. La muchacha dijo que el tirón le había quebrado el cuello, que estaba muerto.
—¿Qué muchacha?
—Una sirvienta del Templo.
—¿Y confiaste en su palabra?
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Editado: 12.10.2019