La Profecía Rota - Libro 3 de la Saga De Lug

SEGUNDA PARTE: El Fugitivo - CAPÍTULO 54

Lug estaba llenando el último odre en el río, cuando escuchó el grito ahogado. Era de tarde y el sol se escondía lentamente a su espalda. Después de varias horas de caminata, habían encontrado aquel vertiginoso río de montaña. Usando algunas rocas que sobresalían de su pedregoso lecho, los tres habían cruzado sin problemas al otro lado. Allí fue donde encontraron el camino. Era un camino ancho que venía desde el sur y seguía hacia el norte, internándose en las sierras. Lug había descubierto numerosas huellas de carros y caballos. Sin duda, aquel camino era importante y era muy usado, lo más seguro era que si lo tomaban hacia el norte subiendo por las sierras, los llevaría al otro lado sin problemas. Lug sospechaba que la parte que se extendía hacia el sur debía venir desde Cryma. Si hubiese sabido de ese camino antes, no habría perdido tanto tiempo cruzando el bosque, ni se habría desviado días enteros hacia el oeste. Pero por otro lado, tomar ese camino enseguida los hubiera expuesto a ser encontrados fácilmente por los sacerdotes.

—Ana...— murmuró Lug al reconocer la voz que había gritado. Dejó caer el odre en el suelo y se puso de pie de un salto, desenvainando la espada.

—Tire la espada o la mataré— dijo el sacerdote vestido de negro. Tenía a Ana sujeta por la cintura con el brazo izquierdo, y un afilado puñal en su mano derecha estaba apoyado sobre el cuello de ella.

—¡Suéltame Goster! ¿Qué crees que estás haciendo?— le gritó Ana.

Normalmente, Goster se hubiera amedrentado ante la furia de Ana. Aquella mujer siempre había logrado mantenerlo a raya en el Templo, pero ahora era diferente. Las palabras iracundas y amenazantes de ella le resbalaron como si Ana no hubiera dicho nada. Sus ojos estaban clavados en Lug. En su mente, solo había un objetivo, solo uno, y nada ni nadie podría persuadirlo de abandonarlo.

—Dije que suelte la espada— repitió Goster, apretando a Ana contra su cuerpo.

Ana trató de pelear para zafarse de su abrazo, pero el puñal en su cuello y la mirada asesina de Goster la detuvieron. Ana nunca había visto a Goster así. Con la respiración entrecortada y el corazón galopando en furioso descontrol, Ana se obligó a permanecer lo más quieta posible.

Lug se inclinó lentamente hacia la derecha, como mostrando su intención de apoyar la espada en el piso. Mientras se agachaba, clavó su mirada en la del sacerdote y comenzó a estudiar sus patrones sin demora. Solo había tardado unos segundos en lograr que Goster lo desatara cuando los sacerdotes lo habían confrontado frente a la taberna de Colib. Solo sería cuestión de un momento hacer que soltara a Ana. Pero cuando intentó forzar los patrones a que lo obedecieran, se encontró con una barrera que no había visto antes ahí. Con gran esfuerzo, Lug traspasó la barrera en la mente de Goster y descubrió lo que ocultaba, lo que protegía: eran instrucciones, órdenes que habían sido implantadas en su cabeza. Las órdenes eran claras y simples: matar a Ana, a Lug y a Colib. En un segundo, Lug se dio cuenta que dejar la espada en el suelo no iba a evitar que Goster matara a Ana, por el contrario, una vez que Lug estuviera desarmado, Goster tenía intenciones de matar a Ana y luego ir por él. Tenía que ganar tiempo, tenía que contrarrestar las instrucciones grabadas a fuego en la mente de aquel sacerdote. Con lentitud infinita, siguió bajando la espada, tratando de dilatar el momento en el que de seguro Goster cortaría el cuello de Ana. Mientras la espada no tocara el suelo, tenía tiempo. Mientras bajaba la espada, Lug trataba frenéticamente de cambiar las instrucciones en la mente de Goster, de anularlas, de sustituirlas por otras. Concentró todo su poder, su energía, su fuerza, en revertir las órdenes.

Goster dio un grito agónico y se desplomó al suelo, arrastrando a Ana con él. Mientras Lug envainaba la espada y corría hacia Ana para ver si estaba bien, ella se deshizo de los brazos inertes del caído sacerdote y rodó hacia un costado.

—¿Estás bien?— le preguntó Lug, extendiendo una mano para ayudarla a ponerse de pie.

Ella asintió y tomó su mano. Él la abrazó con fuerza, y ella se colgó de su cuello por un largo momento, buscando su protección. Cuando Ana se calmó un poco, se desprendió del abrazo de Lug y se volvió hacia Goster, tirado en el suelo. Como vio que no respiraba, se arrodilló junto a él y le puso dos dedos en el cuello. Su corazón no latía.

—Está muerto— murmuró Ana, sorprendida.

—Lo sé— dijo Lug, sombrío—. Alguien implantó en su cabeza órdenes de matarnos. Traté de contrarrestar esas órdenes, pero eran demasiado fuertes. Mi contraorden entró en conflicto con la que ya tenía en la cabeza y le frió el cerebro. No era mi intención matarlo, solo persuadirlo de que te soltara.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.