Zenir había partido de Aros sin dar muchas explicaciones, lo cual había puesto a Althem de muy mal humor. Para colmo de males, su madre se negaba a recibirlo, y nadie podía informarle lo que estaba pasando.
El enojo fue seguido de una gran melancolía. Estaba desganado, los asuntos de su reino no le interesaban, y el oscuro deseo de la muerte comenzó a rondarlo.
La reina, que evitaba su presencia porque no tenía la fuerza de mirarlo a los ojos y seguirle ocultando la verdad, ni tampoco se atrevía a contárselo todo, aunque enclaustrada, se hacía informar a todas horas por los sirvientes del estado de su hijo. Se alarmó cuando oyó de su desánimo, y al fin decidió mandar por él.
Althem, como era de esperarse, corrió a su habitación, y al verla, tuvo que contener un sollozo, pues el estado de la reina había desmejorado rápidamente desde la partida de Borvo. Se arrodilló junto a la cabecera de la cama y le tomó dulcemente la mano. Ella sonrió con pesadumbre y dijo:
—Hijo, he sabido que descuidas los asuntos del reino.
—Madre, ya nada me interesa excepto tú y no puedo ayudarte.
—Althem, conoces la muerte y sabes que nos llega a todos. Debes ser fuerte y sobrevivir. No entiendo por qué te angustias tanto, la muerte es un proceso natural...
—Eso es lo que me angustia, la sospecha de que esta muerte será todo menos natural.
Ella bajó la vista y guardó silencio un momento, luego dijo:
—Althem, ¿me amas?
—Madre, ¿cómo me preguntas eso? Claro que te amo.
—Entonces cumple mi última voluntad.
—¿Cuál es, madre?
—Gobierna tu reino con justicia, no abandones a tu gente, se valiente y nunca, nunca, nunca cedas ante la tentación.
Aquellas desconcertantes palabras fueron las últimas de la entrevista. El asintió, lloroso, y se retiró de la habitación a pedido de ella.
Caminaba por los corredores del palacio como un zombi, cuando un mensajero le gritó desde la distancia:
—¡Señor! ¡Mi señor Althem!
Pero Althem ni siquiera lo escuchó. Entonces, el mensajero corrió hasta él y se atrevió a tocarle el brazo para volverlo a la realidad:
—¿Qué...?— se dio vuelta Althem, sorprendido.
—Señor, Randall ha llegado.
El príncipe asintió, ensimismado:
—Discúlpame con él. No puedo recibirlo ahora. Necesito estar solo.
—Pero es que...— protestó el mensajero.
Althem no le dio tiempo de terminar, se metió en su habitación y cerró la puerta tras de sí de un golpe, dejando afuera al mensajero.
Al enterarse Randall de semejante actitud de su soberano, se disculpó ampliamente con el Señor de la Luz por tamaña impertinencia de parte de su majestad, y le rogó lo esperara en la sala del trono mientras intentaba explicarle a Althem quién había venido con él.
Lug solo le dijo a Randall que no se preocupara por él, que esperaría junto a Ana y a Colib. El interior del amplio salón del trono estaba calefaccionado por seis enormes chimeneas, y el calor puso a los tres viajeros de muy buen humor. Estaban hambrientos, pero Randall no había perdido tiempo en ordenar a los sirvientes que se hicieran cargo de los abrigos de estos importantes visitantes y trajeran de inmediato algo de comer.
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Editado: 12.10.2019