Latimer arrojó otro leño al fuego. Su primo no tardaría en llegar. Cuando escuchó el sonido de los cascos de los caballos, se sorprendió. ¿Quién podría ser a esta hora por la entrada sur de la ciudad? De seguro no era su primo, él no vendría a caballo. Debía haber solo una docena de caballos en todo Hariak, y solo eran montados muy ocasionalmente por las personas más importantes de la ciudad.
Latimer se puso de pie junto a la fogata y observó el camino. Se quedó con la boca abierta al ver el enorme carruaje con exquisitos ornamentos dorados que destellaban a la luz de su pequeña fogata. El hombre que conducía el carruaje, detuvo los caballos y saltó a tierra justo frente a él. Latimer se quedó azorado, mirando la hermosa capa plateada del extraño.
—¿Puedes ayudarnos?— le preguntó el forastero.
Latimer estaba rígido de asombro ante la llegada de tan suntuoso transporte y no pudo contestar. Una mujer ricamente ataviada, pero con el rostro pálido y cansado se asomó por la ventanilla del carruaje.
—Muchacho, por favor dile al vigía que abra las puertas de la ciudad para recibir a la reina de Aros.
Latimer siguió mudo por un largo momento. Luego se le ocurrió que tal vez correspondía hacer una reverencia y entonces la hizo. La reina suspiró impaciente ante la torpe reverencia e insistió:
—Por favor, ve a avisar que abran las puertas, muchacho.
Latimer miró hacia la ciudad, confundido, y luego otra vez a la reina.
—¿Qué puertas?— preguntó al fin.
La reina dirigió su mirada a la oscura ciudad, y vio que, en efecto, no había ni murallas ni puertas de acceso, solo un caserío desordenado con humeantes chimeneas.
—¿Eres tú el vigía?
—No, señora, soy Latimer. Mi primo y yo trenzamos sogas.
—¿Puedes indicarnos a quién debemos pedir permiso para entrar en Hariak?
Latimer se encogió de hombros.
—¿Permiso? No lo sé, señora. Creo que no es necesario pedir permiso. Es decir, nunca he oído de nadie que tenga que pedir permiso para entrar a la ciudad.
—Latimer— intervino Lug—, buscamos a Verles. ¿Lo conoces?
—¿Verles? ¿El rey Verles?
—Bueno, la última vez que lo vi era un príncipe— comentó Lug.
—Entonces debe hacer varios años que no lo ve, señor— respondió Latimer.
—Diez años— confirmó Lug—. ¿Está él en Hariak?
—Sí, señor.
—¿Puedes indicarnos dónde encontrarlo?
—Puedo hacer algo mejor que eso, señor, puedo guiarlos hasta su casa.
—Eso es fantástico, Latimer, gracias— respondió Lug.
Lug subió al carruaje y tomó las riendas de los caballos.
—Ven— invitó a Latimer a subir.
—¿Yo?— exclamó Latimer, sorprendido. Nunca había montado un caballo en su vida, mucho menos subido a un carruaje.
—Claro, vamos.
Con una sonrisa tímida, Latimer se encaramó al lado de Lug. Con su guía, no fue difícil llegar hasta la casa azul construida en un promontorio que miraba a la ciudad. La entrada de la casa de madera estaba iluminada con varias antorchas. Latimer saltó del carruaje y subió los escalones de madera que llevaban hasta la puerta, golpeándola con insistencia. Pasó un largo momento hasta que se vieron luces encenderse en las habitaciones. Se escucharon protestas del otro lado de la puerta, y un momento después, la puerta se abrió y asomó un enorme vientre cubierto con una bata.
—¿Qué pasa muchacho?— dijo Verles, entre enojado, soñoliento y alarmado.
—Señor, hay visitantes importantes que desean verlo— explicó Latimer, señalando el carruaje.
Verles tomó una antorcha y bajó un par de escalones para inspeccionar más de cerca el carruaje. Lug bajó y se dirigió hacia él.
—¡Por la inmensidad del mar!— exclamó— ¿Es esto posible? ¿Eres tú?
—Soy yo— confirmó Lug.
—Calpar dijo que habías muerto.
—Solo fui exiliado por un tiempo, pero he vuelto.
—¡Y en buena hora!— exclamó Verles riendo. Luego se volvió hacia la puerta de su casa: —¡María! ¡María, ven pronto! ¡El Señor de la Luz ha venido a ayudarnos!
Una mujer rubia, un poco despeinada y con un largo camisón blanco apareció detrás de Verles.
—María— dijo Verles, tomándola de la cintura—, éste es Lug. Lug, esta es mi esposa, María, reina de Hariak.
—Gusto en conocerla, señora— dijo Lug con una inclinación de cabeza.
María, asombrada por tan distinguida visita no atinó a responder. No estaba segura de qué era lo que debía decir o hacer. Todo lo que se le ocurrió fue arrodillarse ante Lug. Cuando Verles vio su intención, la tomó rápidamente del brazo y la levantó del piso.
—No le gusta que hagan eso— le murmuró al oído.
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Editado: 12.10.2019