La Profecía Rota - Libro 3 de la Saga De Lug

TERCERA PARTE: El Sujetador de Demonios - CAPÍTULO 128

Govannon guió a Lug hasta la cámara central donde habitaba, mientras Verles y Althem se quedaban en la antecámara gris, refunfuñando por no poder ser parte de la conversación. El herrero invitó a Lug a sentarse y fue por dos copas. Lug paseó su mirada por la cámara, admirando el mobiliario de Govannon. Todos los muebles estaban hechos de metal exquisitamente trabajado. La cabecera de la cama estaba bordeada por rosas hechas en plata con rubíes en el centro. Los respaldos de las sillas estaban formados por hojas de acanto hechos con oro y plata. Solo la mesa parecía estar hecha de algún metal menos noble pero más robusto y resistente. De las paredes, colgaban innumerables objetos delicadamente trabajados, la mayoría de ellos eran espadas o dagas de algún tipo.

Govannon apoyó las copas de oro cuajadas de piedras preciosas sobre la mesa y sirvió el vino. Luego se sentó frente a Lug.

—¿Hay alguna posibilidad de que pueda verla de cerca otra vez?— preguntó Govannon, señalando la espada de Lug.

Lug la desenvainó con cuidado y se la ofreció por la empuñadura. Govannon la observó, fascinado.

—Es la cosa más difícil que he hecho— murmuró Govannon.

—¿En serio?

Govannon asintió.

—Tu madre envió instrucciones muy específicas para su fabricación. Algunos de los elementos no eran fáciles de conseguir. Fue la única vez que necesité ayuda con una de mis obras.

—¿Por qué?

—Normalmente la montaña puede proveerme de lo que necesito, pero tu madre necesitaba que esta espada fuera hecha con una aleación especial para que pudiera atraer y amplificar ondas metafísicas.

—Entiendo.

—¿Te fue útil?

—Muy útil. Hiciste un buen trabajo. La espada funcionó como debía.

—Me alegro— dijo Govannon, devolviendo la espada.

Mientras Lug volvía a enfundarla, Govannon lo miró de pies a cabeza, admirando su atuendo.

—Sí— confirmó Lug—, esto también es parte de tu obra.

Govannon acercó su mano y tocó la capa plateada.

—Solo le di el hilo de plata a Nuada, lo demás lo hizo ella. El cinturón sí lo hice yo.

—Lo sé.

—Te sienta bien. La espada también.

—Gracias.

Govannon volvió a sentarse y tomó un sorbo de vino.

—Entonces, ¿de qué se trata la emergencia?— comenzó—. Debo advertirte que actualmente estoy retirado. Tengo a mi gente trabajando en otras cosas.

—No necesitas continuar con tu acto ante mí— le dijo Lug.

—¿Acto?

—No tienes gente que trabaje para ti. Trabajas solo.

—¿Cómo...?

—No hay nadie más en estas cuevas excepto Verles, Althem, tú y yo. Si los hubiera, los percibiría.

—Bueno, solo deben estar...

—Vamos, Govannon, no puedes engañarme a mí.

Govannon suspiró y tomó otro sorbo de vino.

—¿Qué sabes de mí?

—Trabajas solo y vives oculto. No es posible que puedas extraer los metales, las piedras preciosas y hayas forjado miles de armas, tú solo. Ni siquiera es posible que hayas encontrado todos estos metales en una sola montaña— dijo Lug, señalando los muebles y los artefactos que adornaban la cámara—. Tienes un secreto.

—¿Viniste a chantajearme?

—No, pero no me gusta que me mientan.

Govannon vació su copa de vino y se quedó mirando el techo de la cueva.

—Tienes una habilidad, ¿no es así?— dedujo Lug.

—Soy un Alquimista. Puedo transformar cualquier substancia en otra— confesó Govannon. Se agachó y tomó un pequeño guijarro del suelo. Los sostuvo en su mano cerrada por un momento, y luego abrió los dedos, ofreciendo el objeto a Lug. Lug lo tomó fascinado, haciéndolo girar entre sus dedos: un diamante perfecto.

—¿Eres uno de los Antiguos?

—¡No! Nunca quise saber nada con ellos. Por eso siempre he vivido apartado, en estas cuevas.

—Es una pobre forma de vivir para alguien con tu talento— dijo Lug.




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